Convendría más un triunvirato de interventores: Estados Unidos para enviar 10,000 soldados para que restablezcan la seguridad, Canadá para encargarse de orquestar un aparato policial de calidad y Francia para aportar a la financiación de proyectos de desarrollo bajo la modalidad de la cooperación internacional.
Por Juan Llado
La invasión de una nación por otra es algo indeseable. No solo sería probablemente un estropicio moral, sino también un atropello al derecho internacional. Pero hay ocupaciones de una nación por otra que pueden ser beneficiosas. Hoy día nada mejor para el bienestar de nuestra población que la intervención de Haití por uno o varios países de la comunidad internacional, especialmente ahora que ella ha sido solicitada por el propio gobierno haitiano. Aun cuando tal cosa sería legalmente reprochable, conviene ponderar las ventajas que tendría para Haití y para nosotros.
La invasión de un país por otro está prohibida por la Carta de las Naciones Unidas. Esta establece la igualdad de derechos y la libre determinación de los pueblos, además de la prohibición a cualquier país de intervenir en los asuntos internos de otro país. La Carta de la OEA, por su parte, establece que el derecho internacional es la norma de conducta entre los países, que “la agresión a un Estado americano constituye una agresión a todos los demás estados americanos” y que las controversias entre estados se resolverán con procedimientos pacíficos”. El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca de la OEA, establece que cualquier ataque armado de un Estado de fuera del continente a cualquier país americano, será “considerado como un ataque contra todos los Estados Americanos.”
Tal marco de seguridad, por supuesto, ha sido violado múltiples veces en nuestro continente y el resto del mundo. En el caso de Haití, por ejemplo, Estados Unidos ha intervenido militarmente en tres ocasiones (1915-34, 1994, 2004), mientras la RD ha sido víctima dos veces (1916, 1965). Las primeras intervenciones en Haití y en la RD se efectuaron “para salvaguardar los intereses de las empresas estadounidenses”, mientras las demás obedecieron a la inestabilidad política que, de una manera u otra, amenazaba los intereses de la gran potencia. Al pasar los años, la RD tiene un gobierno estable y relativa prosperidad, mientras Haití ha evolucionado como “un estado fallido”. No viene al caso examinar el rol de esas intervenciones en esos resultados, salvo admitir que hubo estabilidad y paz durante las ocupaciones.
¿Qué
lleva a pensar que una nueva intervención de Estados Unidos sería conveniente
para nuestros dos países? Obviamente, beneficiaria a Haití porque restablecería
la seguridad ciudadana y, en vista del vacío de poder que existe actualmente,
podría imponer estabilidad política, especialmente si conlleva la celebración
de las anunciadas elecciones para el mes de septiembre. A nosotros nos
beneficiaría porque la estabilidad permitiría nuevamente el comercio, se
disminuiría el contrabando, la migración ilegal y la delincuencia, además de
propender hacia la estabilización política y la democracia.
Pero no conviene que Estados Unidos sea el único país que intervenga a Haití. Hay
sobradas razones históricas para pensar que convendría más un triunvirato de interventores: Estados Unidos para enviar 10,000 soldados para que restablezcan la seguridad, Canadá para encargarse de orquestar un aparato policial de calidad y Francia para aportar a la financiación de proyectos de desarrollo bajo la modalidad de la cooperación internacional. Esa intervención tripartita tendría que contar con el apoyo y bendición de la ONU, la OEA y, preferiblemente, con la venia de los vestigios de autoridad que existen hoy día en Haití.
Esa troika podría focalizar parte de sus esfuerzos en explotar las posibilidades que ofrece nuestro país para el desarrollo económico de Haití. Esas naciones se comprometerían, en primer término, a destinar el servicio de la deuda bilateral de Haití y la RD para financiar proyectos de desarrollo en Haití. (De hecho, existe desde el 2002 un anteproyecto de Acuerdo Trilateral Ampliado en ese sentido.) Lo segundo sería apoyar la creación de un “el Fideicomiso de Desarrollo Binacional (FDB) para los dos países. El objetivo general de tal entidad sería la promoción del desarrollo económico de Haití, aunque algunas de sus iniciativas también incidirían en la RD. La premisa fundamental es que tal cosa no solo disminuiría la migración, sino que también impulsaría el desarrollo de las dos economías y, eventualmente, enterraría las malquerencias. De ahí la conveniencia de que la RD participe apoyando todas las gestiones del FDB”.
Ya es tiempo de que nuestro país reconozca que su destino es
“bicausal”. No basta con las endebles gestiones de una Comisión Mixta Bilateral
que nunca ha producido nada trascendente, ni siquiera en relación al reciente
conflicto sobre la propuesta presa sobre el río Masacre. Sería más provechoso
que mensualmente nuestra Cancillería sostuviera una reunión con los embajadores
de Estados Unidos, Francia y Canadá, para allanar el camino de la deseable
intervención. Y es necesario que nuestro presidente tome en sus manos los retos
que representa Haití para nuestra democracia y se imponga una agenda de
reuniones mensuales con los responsables de Haití por lo que resta de su
periodo de gobierno.
Ya hemos visto como se suceden los gobiernos en Haití sin que su gestión se traduzca en ningún beneficio para su propio pueblo. Al contrario, la pobreza y la desesperación de la población es cada día mayor. Con el magnicidio, el New York Times advierte: “Las calles las controlan grupos criminales armados que acostumbran a secuestrar incluso a niños en edad escolar y a ministros religiosos a mitad de sus servicios en las iglesias. La pobreza y el hambre van en aumento y el gobierno ha sido acusado de enriquecerse y de no proveer los servicios más básicos. Ahora, el vacío político que dejó el asesinato de Moïse, podría alimentar un ciclo de violencia, advirtieron los expertos”.
Las lágrimas derramadas por la desesperanza están tan vacías, que
un reporte del periódico El Pais de España dice: “Haití
no llora a su presidente. Con el país asolado por la delincuencia y los altos
precios, los ciudadanos se muestran indiferentes ante el asesinato de Jovenel
Moise”. Esta descripción del estado agónico de la población la reprodujo el periódico Nouvelliste del
mismo Haití, al referirse hace poco al magnicidio: “Con la gravísima noticia, un
manto de conmoción lo envolvió todo: personas, animales y cosas. Ni un sonido.
Ni un llanto. Ni una lágrima. El clima no fue de expresiones fuertes ni dolor
visible. Es el de un país que aguanta la respiración”.
Ante este estado de postración y las graves consecuencias que para nuestros dos países conlleva la indefensión de Haití, se comprende que seamos muchos quienes aspiramos a una intervención de las potencias relevantes. Ellas son las llamadas a mostrar solidaridad y compasión, aunque sus intereses nacionales no sean frontalmente amenazados por el desorden y el caos imperante en Haití. Con un plan bien orquestado de intervención, podríamos hasta pasar por alto las prohibiciones de la ONU y la OEA, especialmente si ellas mismas acceden formalmente a la intervención sugerida. Hasta ahora esos países dan la espalda como si Haití no fuera chocolate compuesto de oro, uranio y petróleo.
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