Por Carlos Darío Sousa S.*
Hace unos cuantos años, pronto harán como cien, las mujeres de parte de nuestra ciudad, también las del Batey Central y quizás las de los pueblitos lejanos, todos los lunes salían al patio o a la acera para ver hacia donde flotaban los humos de la chimenea del Ingenio, eso determinaba si lavaban o no. No querían luchar contra la “cachispa”. Esa motita tan pequeñita a la que no podías espantar, soplar, aventar y mucho menos ponerle el dedo índice, el que uno usa para probar o para señalar (la verdad es que es un multiuso), pues una vez que lo hacías pagabas las consecuencias. Volver a lavar la marca del “Zorrillo” que dejaba.
Barahona tiene años luchando con esos favores del progreso. La segunda vez, no se podía fuñir mucho, pues el causante era el dueño, quizás no el diseñador, del segundo movimiento de lo que puede ser una Ópera bufa o, casi mejor, una Tragedia.
Dice alguien que la civilización entra por el mar. Un buen puerto en una buena bahía es un refugio y un medio de vida para la región. La Bahía del Neyba cumplía con esas expectativas, cuando se pasa de Puerto Alejandro, al muelle de los americanos, ahí aún están los pilotes, y luego al muelle con su espigón de madera- mi papá me llevó a verlo- que marcó una ruta de progreso. Por ahí salían el azúcar envasados en sacos de yute de 320 libras, los sacos de café, también en yute, de 100 libras, por ahí fueron embarcados cientos de burros, pero también lo que se llamaba “frutos menores” o quizás grandes racimos de guineo de la Dominican Fruit.
Pero no es ahí donde nos lleva esas plácidas exportaciones que no contaminan. La verdad monda y lironda, que de buenas a primera el verdadero progreso irrumpe en la bucólica ciudad de Barahona que vive al ritmo de las campanadas de reloj publico donado por Luis E. Del Monte, y por la sirena que nos ululaba desde las siete de la mañana con un toque largo que se escuchaba hasta en los pueblitos, o por el siempre esperado fututo del ingenio que llamaba a molienda los 15 de diciembre, y para los cambios de turno, y para que envíen caña, y los argollometros sonaban después de la llegada de las mulas, y ahora por el lenguaje inclusivo los mulos, cargados de sacos de café. Era una ciudad en movimiento, donde la mejor sonrisa se extraía del sobe del índice y dedo gordo. Había dinero.
Ya se habían acallado las explosiones de la Lock Joint Pipe (Yompai) con la construcción del acueducto, y esto es siempre una nueva dimensión en el discurrir de la ciudad.
Les decía, sin ánimos de ofender, que en los cincuenta, un inusitado movimiento se despliega en la zona del puerto. Una rara barcaza, con equipos especiales, se disponía a “dragar” el puerto y a construir unos nuevos espigones. Eso era bueno. Si que era bueno, tan bueno era que venía envuelto con papel de progreso y una linda tarjeta firmada por un desprendido conocido por dos nombres: Rafael y El Jefe. Sus desvelos patrióticos nos llenaba de orgullo y por eso perdimos La playa de Barahona y ganamos metros al mar; pero sobre todo recibimos como bendición cada vez que se exportaba por uno de sus espigones, el polvillo que nos bendecía a todos y nos obliga a callarnos y atribuirle la tos al friíto que trae el terral, y que en ese entonces soplaba todo el año.
La ampliación del puerto nos trajo unas enormes maquinarias llamadas grúas que fueron instaladas. Aquellos monstruos nos deleitaron con su funcionamiento y más aún cuando sus enormes bocas cogían el yeso de las pilas y las trasladaban a las bodegas del barco.
Eso fue así durante un tiempo, pues el progreso, junto con la rentabilidad de las operaciones, necesitaban más modernización, y es cuando se instala un moderno sistema de transporte y vertido que daba gusto ir a verlo. Se crea un enorme montaña de yeso y en su base interior se completaba con un sistema de correas transportadoras que subían hasta una de las grúas que vertía el material directamente a las bodegas.
Eso fue lo que terminó de “jodernos”. El polvillo ya no se limitaba a una parte del pueblo. Es más, en la casa de mis padres que estaba a más un kilometro, había que cerrar ventanas y limpiar la galería a cada rato, cuando se descargaba en los barcos.
Por supuesto, no sabemos a cuantos barahoneros ese polvillo les dejó marcas indelebles en su salud. Supongo que muchos, y más obligados por el obligatorio silencio.
Ya entrado en los 90 aparece otro de esos monstruos contaminantes. Así se inicia otra batalla para evitar que el muelle sea utilizado para exportar yeso, pero sobre todo al desaparecer la antigua minera, de la que no quedaron ni las máquinas, los vagones, las correas transportadoras, las grúas y los rieles desde la mina hasta el puerto. Y no me pregunten (yo llegué ahora mismo, si algo pasó yo no estaba aquí), qué pasó ni quién lo hizo y quién vendió y mucho menos quién compró. No hay culpables y mucho menos el que privatizó.
Les decía, y aquí jugará un papel importare en Club Rotario Inc., que asumió la defensa tratando de impedir que los camiones volteo entraran a la ciudad soltando polvo y con una alta contaminación sónica. Cemex nos unió en esa lucha.
Por esa misma época se detiene la salida de Arenas Sílicas que una empresa sacaba del corazón de la sierra, básica para las aguas, pues en ella está el “bosque húmedo” de la región, de la que dependen casi la totalidad de nuestros ríos superficiales y aguas subterráneas.
Como las desgracias no vienen solas y el malandrinaje siempre está atento a sacar provecho de buenas a primeras, los que nos contaban que están arreglando los caminos de Santa Elena, Las Filipinas y otras comarcas, en el aula de profesores del CURSO, pronto Recinto, Matos Feliz planteaba la duda, y preguntaba qué es lo que están sacando y no dejan que se acerquen para comprobar qué vaina rara está pasando.
Especulábamos, cómo si no, de que eran “tierras raras”, o de otra cosa que hasta radiactiva podía ser. No importa lo que uno dijera, la verdad que como mucho del anterior gobierno, la opacidad marcaba un ritmo que se convertía en silencio.
Sin ánimos de echar en cara una decisión, este gobierno presionado por el hacer, en medio de la terrible pandemia, quiere dejar constancia de que estaba trabajando. El regalito que le dejaron es un ladrillo de dulce de leche con veneno por dentro. Tiraron un chuipe, miraron para otro lado con un portamí. La verdad es que ya estábamos muertos.
*El autor es catedrático universitario.-
Vaya, Carlos Darío, te la comiste! Una exposición certera y amena. Es como aquella programa de Yaqui Núñez o de Johnny Ventura (?) "Cultura con Sabrosura". Y yo diría que es la verdad dicha con salsa.
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