No se requiere conocer esos detalles para derivar del resumen del fascinante opúsculo de Moya Pons la conclusión de que la capacidad de emitir moneda ha hecho mas daño que bien al país, principalmente por la indisciplina –y en ocasiones la codicia—de la clase política.
Por Juan Llado
Según Moya Pons, Trujillo se propuso liberar al país del yugo financiero que significaban los términos de la Convención de 1924. En las negociaciones correspondientes su actitud hacia los norteamericanos fue tajante, como lo revela un cable del 1937 a sus diplomáticos: “Convención debe ser modificada sustancialmente sin nuevas trabas. Preferible nada a aceptar modificación pueril aclaratoria a cambio despojo Gobierno legítimos ingresos.” Esta posición enfureció a los tenedores de bonos y a las autoridades norteamericanas, pero aun así las negociaciones continuaron.
“Los dominicanos querían ejercer el derecho a nombrar sus propios funcionarios para los impuestos aduaneros, tener derecho a obtener préstamos de corto plazo en el extranjero sin tener que esperar la aprobación del gobierno de los Estados Unidos, y ejercer el derecho de modificar los aranceles sin consultar a los Estados Unidos.” Mientras, se redactaron varias modificaciones y un proyecto de ley monetaria para regular el “Banco Nacional de la República Dominicana”. Durante el 1938 inclusive se elaboraron contratos para la compra de las sucursales locales del National City Bank de New York.
Debido a diferentes “complicaciones técnicas,
políticas y constitucionales” no se llegó a ningún acuerdo en 1938 a pesar de
que el Secretario de Estado Cordell Hull favorecía la terminación de la
Convención. Los aprestos para crear un banco emisor continuaron con planes para
comprar el banco local newyorkino cuyo Consejo de Directores seria nombrado por
los tenedores de bonos y “dominicanos de los sectores económicos del país.” Una
cláusula del convenio del 1908, sin embargo, le prohibía al país la emisión de
billetes. Y la Reserva Federal de EEUU recomendó que no se creara un banco
central sino uno comercial que eventualmente se convertiría en emisor.
Trujillo no quería entregar la dirección de
ese banco a una Junta de Directores donde predominaran los norteamericanos.
Favorecido por Roosevelt y Hull viajó a Washington en 1939 a presentar sus
argumentos de soberanía, alegando que su fiel cumplimiento de los pagos durante
los últimos 8 años demostraba que, para suprimir el control externo de las
aduanas, el gobierno podía asumir los compromisos de pago que establecía la
Convención vigente. Propuso que el gobierno entregaría todos los ingresos de
las aduanas a la sucursal del National City Bank en Santo Domingo,
comprometiéndose a “no disponer de los fondos que ingresen al Banco hasta tanto
no se haya segregado y pagado totalmente la suma correspondiente a la amortización
e intereses de la deuda externa.”
Esto eventualmente llevó a la eliminación de
la Receptoría General de Aduanas y el traspaso de la administración a manos
dominicanas, firmándose en Washington una nueva convención que se conoce como
el Tratado Trujillo-Hull. A partir de 1941 el país disfrutó de cierta autonomía
financiera y Trujillo se dispuso a comprar al National City Bank. El banco
resultante seria comercial y se llamaría Banco de Reservas de la República
Dominicana, el cual recibiría todos los fondos del gobierno, “principalmente
los ingresos para la amortización de la deuda externa.” Los acuerdos para el
traspaso de los activos del National al Reservas establecían que tres de los
miembros de su consejo de dirección serian norteamericanos y tres dominicanos.
Trujillo se sintió satisfecho con el arreglo porque podía además nombrar el
gobernador y al administrador.
Pero el Reservas nunca llegaría a ser un Banco
Central, a pesar del conservador y prudente manejo financiero del gobierno. Lo
que creó las condiciones para su concepción y posterior materialización fue la
Segunda Guerra Mundial, en vista de que ese evento propició una muy favorable
balanza comercial al disminuirse las importaciones y aumentarse las
exportaciones significativamente. Con un aumento nunca visto de las reservas
internacionales las autoridades dominicanas vieron la conveniencia de liquidar
la deuda externa para recobrar la soberanía financiera.
“El 2 de junio de 1945 el gobierno dominicano
presentó una solicitud formal al gobierno de los Estados Unidos para que le
facilitara un ‘experto en asuntos financieros y monetarios’ que le ayudara a
preparar un plan para establecer ‘una moneda nacional, un banco agrícola e
hipotecario, incluyendo la adopción de una ley general monetaria’, y para
establecer un ‘Instituto Emisor de la Moneda Nacional’”. Para asegurar la libre
convertibilidad del peso oro dominicano, “la institución emisora debería
mantener reservas en oro o dólares de los Estados Unidos equivalentes a un 50
por ciento de la emisión monetaria.” El dólar fue gradualmente sustituido por
el peso.
En cuanto a la “repatriación de la deuda
externa”, el gobierno quiso liquidarla con un préstamo y amortizaciones
aceleradas (dada su holgura financiera). Pero al no poder lograr el préstamo se
acudió a la emisión de bonos del Banco de Reservas para lograr así convertir la
deuda externa en interna después de la creación del Banco Central y la emisión
de la moneda nacional. Trujillo presentó el plan al Congreso Nacional: “El
primero y más importante de los beneficios que realizaría el país al adoptar
una moneda propia sería la utilización máxima de sus actuales recursos
económicos, así como de los que puedan obtenerse en el futuro.” Moya Pons
reproduce la larga perorata de Trujillo, la cual fue aceptada por el Congreso y
se convirtió en reforma constitucional en enero de 1947.
Para la redención de los bonos del Reservas, el gobierno especializó “los fondos provenientes de los impuestos aduaneros, así como otros impuestos al consumo de arroz, y a las exportaciones de azúcar, cacao, tabaco y melaza, los cuales se calculaban que dejarían al fisco mas de 10 millones de dólares en 1948.”
“Técnicamente, sin embargo, el protectorado
norteamericano no quedó extinguido sino 4 años más tarde, el 4 de agosto de
1951, pues el gobierno de los Estados Unidos argumentó que la República
Dominicana todavía tenía obligaciones de pagos correspondientes a la vieja
deuda flotante que quedaban comprendidas en los términos de la Convención de
1940.” Al saldarse esa cuenta, “Trujillo gozaba entonces de gran confianza
pública pues acababa de pagar la deuda externa y hacía publicar todos los días
que había logrado la independencia financiera del país.”
El opúsculo de Moya Pons cierra con el
comienzo de las operaciones del Banco Central. Aunque reseña las advertencias
de Raul Prebisch sobre “los riesgos que conllevaba la emisión desmedida de
dinero, no analiza los desvaríos de la emisión monetaria desde entonces.
Lecturas complementarias sugieren, sin embargo, que el Banco Central se manejó
conservadoramente durante el resto de la dictadura trujillista. Ha sido desde
entonces cuando los desequilibrios de la balanza comercial y la situación
cambiaria han colado el manejo político para favorecer a los gobernantes de
turno.
No se requiere conocer esos detalles para
derivar del resumen del fascinante opúsculo de Moya Pons la conclusión de que
la capacidad de emitir moneda ha hecho más daño que bien al país,
principalmente por la indisciplina –y en ocasiones la codicia—de la clase política.
(En la época postrujillista comparten la culpa las autoridades monetarias que
han actuado de manera complaciente con los gobernantes de turno.) El resultado
ha sido una oscura contribución a la indisciplina de la clase política y a sus
prácticas demagógicas y clientelistas. Ese peligro sigue existiendo y, por
tanto, es conveniente plantearnos si procede evitarlo con el cierre del Banco
Central, la eliminación del peso y la adopción del dólar y/o el euro como
monedas de curso legal.
Las evidencias que aconsejan tal cosa han sido
señaladas por quien escribe en artículos anteriores. No es solo el ahorro que
lograríamos con la desaparición de la empleomanía del Banco Central, estimada
en 2,500 empleados. Tampoco es la facilitación de las transacciones internacionales,
el grueso de las cuales se concentra en las exportaciones, las remesas y el
turismo. Las más trascendentes serían: 1) la homologación de las tasas de
interés prevalecientes en Norteamérica y Europa, 2) la limitación de la
inflación a los niveles internacionales, y 3) la disciplina financiera de la
clase política. Tales contribuciones al desarrollo nacional superan por mucho
las conveniencias de la moneda propia, por lo cual se debe abandonar la
creencia de que la soberanía requiere tener moneda propia.
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