Por Ernesto Heredia
Una tragedia que se repite: la imprudencia que domina nuestras calles.
La muerte reciente de un joven de 18 años en Barahona, captada en un video que muestra el imprudente giro de una miniván y a un muchacho conduciendo una motocicleta sin casco protector, vuelve a poner sobre la mesa una realidad que nos golpea todos los días: en la República Dominicana estamos perdiendo vidas por decisiones irresponsables que se pueden evitar.
No se trata de un hecho aislado, es una historia repetida, casi rutinaria, que ha convertido nuestras calles en escenarios de tragedia. Cada semana, y a veces cada día, la imprudencia de los conductores —ya sea por descuido, exceso de confianza, falta de educación vial o simple indiferencia— deja familias destruidas y estadísticas que solo crecen.
El caso de Barahona es un espejo doloroso. Por un lado, un conductor que realiza un giro indebido, sin medir riesgos ni respetar normas básicas de tránsito. Por el otro, un joven en motocicleta sin casco protector, una práctica que lamentablemente se ha normalizado hasta niveles alarmantes. Dos imprudencias que se cruzan en el peor de los momentos y que terminan donde siempre terminan: en una pérdida irreparable.
Lo preocupante es que nada de esto debería sorprendernos. El país figura constantemente entre los de mayor tasa de mortalidad por accidentes de tránsito del mundo. Pero más allá de las cifras, lo inquietante es la apatía social ante estos casos. Nos hemos acostumbrado a ver motociclistas sin cascos, sin luces, a velocidades meteóricas, conductores atravesando semáforos en rojo, vehículos girando en lugares prohibidos y una absoluta falta de respeto por la vida propia y la ajena.
No basta con lamentar. Hace falta asumir responsabilidad colectiva. Las autoridades deben reforzar controles, aplicar sanciones reales y sostener campañas permanentes de educación vial. Pero también los ciudadanos necesitamos entender que una simple decisión —usar un casco, respetar un semáforo, esperar un segundo antes de girar— puede salvar una vida. Quizás la de nosotros mismos.
La muerte de este joven de 18 años no debe ser visto como un número más en la estadística. Debe ser un llamado urgente a revisar nuestra conducta en las calles. Porque mientras sigamos manejando con la idea de que “a mí no me va a pasar” o “eso es un momentico”, seguiremos perdiendo jóvenes, padres, hijos y hermanos, por causas que no son accidentes: son consecuencias de decisiones irresponsables.
Ojalá este hecho no se diluya en la memoria. Que sea, más bien, el punto de partida para que todos —autoridades y ciudadanos— tomemos en serio la necesidad de respetar la vida en nuestras carreteras. Porque si no cambiamos hoy, mañana habrán otras muertes que lamentar.

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