Conviene que finiquitemos el problema con su consensuada privatización.
PorJuan Llado
Al ser la mayor inversion pública de nuestra historia y al verse envuelta en una miríada de cuestionamientos desde su concepción, la Central Termoeléctrica Punta Catalina (CTPC) ha constituido un mayúsculo escándalo público en los últimos años. Al margen de la posible corrupción con que se generó, el lío hoy se recrudece al impugnarse el modelo de manejo que propone el actual gobierno: un fideicomiso público. Su diseño ha suscitado un avispero que hunde al esperpento nuevamente en las fauces de la controversia. Dado la procelosa aureola política que envuelve la planta, conviene que finiquitemos el problema con su consensuada privatización.
El gobierno anterior justificó el proyecto con dos fines fundamentales. El primero era conjurar el déficit de generación de electricidad a precios razonables y el segundo inducir a los demás generadores a cambiar su matriz de generación hacia los combustibles menos contaminantes. Con el dudoso argumento de que no habría gas natural suficiente en el mercado, se optó por una planta alimentada por un combustible altamente contaminante. (Pero al escoger al carbón para alimentar a la CTPC se estaba contradiciendo el segundo objetivo.) A eso siguió una licitación de espanto que seleccionó a Odebrecht para su construcción, una empresa sin ninguna experiencia en el ramo.
de generación del sistema eléctrico se ha sesgado hacia los combustibles de menos gases de invernadero y la producción de electricidad ha bajado los precios del kvh (ver gráficas). Aunque con esporádicas interrupciones en el funcionamiento de una u otra de las dos plantas, hoy día se estima que la CTPC suministra una tercera parte de la electricidad demandada (estimada en unos 3,000 Mw). Se alega que los beneficios netos alcanzan los US$200 millones anuales y que, además, se beneficia a la EDES con un menor precio del kvh.
A pesar de esos logros, la CTPC arrastra una serie de máculas que van en detrimento de su imagen pública. Todavía el presente gobierno no ha producido un reporte que imparta diafanidad a su oscuro origen y presente el estado actual de varios aspectos de la planta. Tal vez el más grave de estos sea el costo total de la planta, aunque sigue pendiente el espinoso asunto de la corrupción originaria.
Hasta ahora, el gobierno no
ha finiquitado su relación con Odebrecht porque no la ha descargado de
responsabilidad, aunque el Acuerdo
para la Resolución Definitiva de Disputas Existentes y Finalización del Proyecto firmado
por el Estado dominicano y Odebrecht en marzo del 2020, implique que no habrá
persecución alguna.
De tal escenario se desprende un sólido consenso de que la planta debe ser operada por el sector privado para evitar las pifias que implica el manejo político-partidario. El citado consenso ha sido espoleado por el desliz gerencial que significó el pasado año que no se comprara el carbón a un precio menor al que se había comprado en el 2020, lo cual resultó en varios millones de dólares en pérdidas. A eso se añade la pésima gestión política de las EDES que se tradujo en el 2021 en la necesidad de un subsidio equivalente a unos US$800 millones. Como ejemplo de lo deseable de ese modelo se cita la gerencia privada de EGE-Haina y EGE-Itabo que le deja al estado ingresos netos por unos US$1.000 millones al año.
Reflejando ese consenso, el gobierno entonces
decide crear una estructura que garantice la idoneidad de la gerencia. Esa
estructura ha sido la de un fideicomiso, definido según el Artículo 3 de la Ley
189-11 como “el acto mediante el cual una o varias personas, llamadas
fideicomitentes, transfieren derechos de propiedad u otros derechos reales o
personales, a una o varias personas jurídicas, llamadas fiduciarios, para la
constitución de un patrimonio separado, llamado patrimonio fideicomitido, cuya
administración o ejercicio de la fiducia será realizada por el o los
fiduciarios según las instrucciones del o de los fideicomitentes, en favor de
una o varias personas, llamadas fideicomisarios o beneficiarios, con la
obligación de restituirlos a la extinción de dicho acto, a la persona designada
en el mismo o de conformidad con la ley.”
A partir de la aprobación del contrato correspondiente al Fideicomiso de Punta Catalina por parte de la Cámara de Diputados, se ha desatado un encarnizado debate, caracterizado por un populismo mediático, que ha, errónea e injustamente, satanizado ese instrumento jurídico. Los fines políticos de algunos críticos han combatido con saña su creación, a veces usando argumentos espurios y mal intencionados.
Según un comunicado de la Presidencia, el creado fideicomiso público tendrá una administración financiera que “recaerá en el banco estatal Banreservas por medio de la fiduciaria del mismo. En otras palabras, Punta Catalina, que es propiedad del Estado dominicano, pasa ahora a ser administrada financieramente por el banco emblemático del Estado, el Banco de Reservas y su fiduciaria.” En este caso la ejecución de sus operaciones se le pone a cargo a un Consejo Técnico formado por integrantes designados por el fideicomitente. El presidente de la República puede, en consecuencia, nombrar por decreto los miembros. “Para garantizar que la operación técnica de la central sea rigurosamente profesional y eficiente, el gobierno contratará mediante licitación, una firma que se hará cargo de la operación y mantenimiento de las dos plantas eléctrica.”
Un
criticado aspecto del diseño del fideicomiso tiene que ver con el capital que
le fuera transferido por la Comisión de Liquidación de la CDEEE. Se objeta que
el valor asignado es mayor a los US$2,340 millones que el pasado gobierno le
fijó. Pero
según el gobierno, “desde hace más de dos meses la firma norteamericana Sargent and Lundi está realizando una auditoría técnica sobre
construcción y funcionalidad de Punta Catalina y ya ha entregado el primer
informe parcial al respecto. La investigación durará seis meses y sus
resultados también serán publicados.” El gobierno aclara que “ese valor es un
simple número de referencia que tendrá que ser confirmado o descartado por los
resultados de la auditoría financiera sobre costos de construcción y seriedad
de las inversiones; auditoría que se iniciará este mismo mes a cargo de una
prestigiosa firma auditora independiente.”
Lo que no ha quedado claro es el propósito de
incorporar la figura del Fideicomitente Adherente para posibilitar inversiones
privadas en el fideicomiso. Algunos analistas sospechan que ese sería el
vehículo mediante el cual se traspasaría la operación y propiedad de la CTPC al
sector privado. Pero para un observador lego la única inversión adicional que
se requeriría sería si la planta se reconvierte a un combustible menos contaminante
(gas natural o biomasa). Según estimados informales para estos fines, la
inversión podría oscilar entre los US$250 y los US$800 millones. Pero eso no
parece probable en vista de que si la inversion original no es rentable hoy día
menos lo seria con una inversion adicional. Por supuesto, para serlo, las EDES
tendrían que darle a cualquier inversor un PPA donde el precio de compra del
kvh sobrepasara por mucho el actual y eso es totalmente inaceptable.
El
avispero desatado hasta ahora, sin embargo, ha convenido en tanto ha puesto a
la opinión pública a analizar a profundidad el manejo y destino de la planta.
Muchos son de opinión que no es necesario un fideicomiso y que la propiedad de
la planta –hoy en manos de una CDEEE que está en vías de extinción-- podría ser
traspasada a Banreservas para que el Ministerio de Hacienda reciba los
beneficios de él. Pero dado el avispero conviene vislumbrar tres opciones: 1)
traspasarla al Banreservas y que este contrate un operador privado, 2) seguir
con lo del fideicomiso público, y 3) privatizar totalmente ese activo mediante
su venta. Las tres opciones requerirán una acción congresual porque implican el
traspaso de propiedad estatal. Y las tres tienen sus pros y sus contras.
Visualizar
al Banreservas como propietario implicaría desviar la misión de ese banco
comercial a una función que no le es consustancial. Preferible seria que el
Ministerio de Hacienda tomara el control. Por su parte, seguir con el modelo
del fideicomiso implica un gran pleito político porque ya la oposición ha
señalado que se opondrá y algunos senadores están pidiendo vistas públicas. La
privatización, interpretada como la venta pura y simple, sería lo más
conveniente en vista de que en una economía de mercado lo preferible será
siempre que el sistema eléctrico sea propiedad privada con una fuerte
regulación estatal. Quien
escribe ha repetidamente recomendado la total privatización de
los activos eléctricos estatales, porque los 50 años de su crisis se deben
principalmente a una desastrosa gestión política.
¿Por
qué privatizarla? Lo primero es que al ser la CTPC de carbón, su valor de
mercado esta ensombrecido porque ese combustible está siendo abandonado
mundialmente por su negativo impacto sobre el clima. Tal situación cuelga cual
espada de Damocles sobre el precio de venta. Pero antes de que lleguemos a
tener que venderla como chatarra debemos considerar la opción de convertirla a
ciclo combinado y/o a biomasa. Para eso tendríamos que hacer una inversión
estimada entre US$300 y US$800 millones y, dados los controvertidos
antecedentes de la planta, grande sería el lío de cualquier gobierno que lo
intente meterse en una reconversión. El inversionista que la compre puede
reconvertirla siempre y cuando se le ofrezca a un precio atractivo que le
permita una buena rentabilidad. Tal cosa estaría determinada por el PPA que se
le conceda.
Bajo
estas circunstancias conviene que los tres principales partidos políticos se
aboquen a un dialogo en el CES para fijar la metodología de la privatización.
Por ejemplo, el CES escogería tres firmas calificadas para encomendarle una
tasación del activo y los partidos políticos se comprometerían a fijar el
precio en base al promedio de las tres tasaciones. De ahí que proceda
vislumbrar un horizonte de tres años para el traspaso de la propiedad, habida
cuenta de que debe esperarse que termine la auditoria en curso, que el
Ministerio Publico emprenda el anunciado Odebrecht 2.0, que se hagan las
tasaciones recomendadas y que los partidos fijen el precio de venta.
El
esperado debate del contrato del fideicomiso en el Senado será intenso y muy
acrimonioso. Porque la controversia política es inescapable debemos visualizar
el uso de los recursos provenientes de la venta de la CTPC en otros menesteres
públicos y dejar que sea el mercado quien determine la operación de la
generación, transmisión y distribución eléctricas, aunque la supervisión y
regulación del estado debe ser imperativa y efectiva. La contundente lógica de
la privatización, sin embargo, estará enmarañada en el cocorimaco propio de Punta
Catalina, lo cual es otra razón atendible para salir de ella.
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