27 de septiembre de 2021

Nimiedades de las Sombras

Si antes hubo de jugar un papel bienhechor en la transición a un nuevo gobierno, a la sociedad civil le toca ahora seguir presionando para expulsar las emanaciones pútridas de nuestro tejido.

Por Juan Llado  

No hay que ser un gran investigador académico o gran político visionario para identificar nuestros grandes males. Pero encontrar las incongruencias de nuestro perfil como nación requiere de un mayor discernimiento. Cuando algunos de estos detalles se conjuntan, se podría concluir que estamos enredados en una inmunda telaraña. Desembarazarnos de esos rasgos es una tarea importante que podría ayudar a ampliar nuestros rangos de nobleza para tener una mejor sociedad.

A propósito de la Operación Falcón, por ejemplo, sobresalen algunas reflexiones taurinas. La consternación creada por la penetración del narcotráfico en nuestros procesos políticos está bien justificada. De no ponérsele coto a la participación de elementos vendidos al narcotráfico en nuestra clase política, terminaríamos con la corrosión de nuestra democracia. Pero si a eso no se le equipara con lo corrosivo que siempre ha sido la intervención de la élite económica, representada por las grandes fortunas del país, no estaríamos limpiando la pocilga. Las emanaciones del poder económico establecido pueden ser tan pútridas como las del narcotráfico o las del corporativismo mismo de un partido político. 

Sobre la Operación Falcón se dice que no ha culminado todavía. La misma Procuradora Adjunta de la Persecución ha dicho que siguen los allanamientos y que se espera otras detenciones. Pero lo raro es que todavía no ha emergido ninguna figura militar o policial que esté enmarañada en ese entramado criminal. Aquí hace muchos años que es vox populi que esos entramados se sostienen por la complicidad –y hasta el liderazgo—del poder militar y policial. De hecho, la “mega estructura del crimen organizado” en este caso se reputa como liderada por grandes jerarcas militares del anterior gobierno. Frente al rumor público al respecto hoy resuenan amargas quejas porque algunas de esas figuras todavía siguen en importantes puestos de mando. 

Mientras, la celebración de la Virgen de las Mercedes el pasado viernes movió a reflexiones importantes. Un comentario del destacado periodista Miguel Guerrero sugirió que, lejos de haber ayudado a los conquistadores en el actual Santo Cerro, haciendo que los indígenas huyeran despavoridos, a quien debió ayudar la Virgen fue a los indígenas. Después de todo, ellos eran los más débiles de la contienda y tenían el derecho a repeler a los invasores de sus predios ancestrales. De ahí que no se justifique que se tenga esa Virgen como Patrona y Madre Espiritual del Pueblo Dominicano”, y a quien “también se le reconoce como la patrona de las cárceles e instituciones penitenciarias”. Dicha veneración rivaliza con la suprema jerarquía de la Virgen de la Altagracia y parece absurdo tener dos vírgenes de rangos iguales consagradas a nuestra protección. 

Pero el poder de los colonizadores perdura en otros aspectos de nuestra cotidianidad. Una de esas anacrónicas herencias la ejemplifica la costumbre de llamar Ciudad Colonial al centro histórico de Santo Domingo. Delimitada por decreto del presidente Balaguer en el 1968, solo una parte de ese histórico recinto corresponde a la época colonial (calles Las Damas, Isabel la Católica y arzobispo Merino).  Las otras dos terceras partes contienen más reliquias de nuestra época republicana y, por tanto, el nombre que debe primar es el de Centro Histórico de Santo Domingo. Saber que la sede de varios gobiernos republicanos -- Palacio de Borgella, el Palacio de las Capitanías Generales, el Palacio Consistorial y el Edificio Copello (1965)-- es suficiente para justificar el cambio de nombre. 

En verdad, se hace necesario que algunos de los sitios emblemáticos de la Ciudad Primada de América proyecten mejor los valores propios de la dominicanidad para beneficio de la población y del turismo.  Aunque no bien reconocido, resulta obvio que en la monumentalidad de la ciudad existe un marcado desequilibrio en la representación de los protagonistas del periodo colonial de nuestra historia.  Tanto en la Ciudad Colonial como en otros sitios, y particularmente en el Faro a Colón, se privilegia a los vencedores: la monarquía española y la Iglesia. Los indígenas y los negros son ignorados casi totalmente, haciendo caso omiso a sus destacadas contribuciones a nuestra mezcla racial y a nuestra cultura.  Es necesario resaltar a estos últimos en la monumentalidad urbana para mejor proyectar las raíces de nuestra identidad nacional frente al visitante extranjero.

Un lamentable ejemplo de esa hegemonía de los vencedores es la estatua de Cristóbal Colón en el parque que lleva su nombre en el Centro Histórico de Santo Domingo. No es solo que ese lugar debería dedicarse a enaltecer la hazaña de nuestra independencia, sino que para el estatuario, la figura de Juan Pablo Duarte debería reemplazar la de Colón. Tendría mucho más sentido mudar la estatua de Colón a la hoy llamada Plaza España; coligaría más con la adyacencia del Alcázar y de la Calle Las Damas. Alternativamente, esa estatua podría mudarse al Parque Duarte en las inmediaciones del Convento de Los Dominicos. Los Dominicos deberían recibir una mayor exaltación por su rol en la gestación de la doctrina de los derechos humanos. El plan original de la estatua de Montesinos conllevaba abrir una trocha que la conectara con el convento para resaltar su histórica conexión.

Otra demostración de la hegemonía mencionada es la de la Calle El Conde.
Aunque la misma ha tenido cinco diferentes nombres,a través del tiempo, se estaría siendo más justo con nuestros antepasados si ahora se le cambiara el nombre a Paseo Catalina en honor a la cacica indígena que gobernaba la comarca cuando llegaron los españoles. Si bien el Conde de Peñalba merece algún reconocimiento por habernos salvado de una ocupación inglesa --ayudando así a conservar el dominio de la corona española sobre su colonia-- no debemos olvidar que fue Catalina quien autorizó a Nicolás de Ovando a mudar la ciudad al margen oeste del río Ozama después que fuera devastada por un huracán.
 

Otras dos oquedades de las sombras son las que proyectan el Faro a Colón y el Malecón. Respecto al primero, sin duda el monumento más grandioso del país, habría que rediseñar su entorno para que sirviera de exaltación de otras figuras relevantes de nuestra historia. Si el mismo caduco faro no es demolido por completo, por lo menos debería erigirse en los alrededores del Faro grandes estatuas de Enriquillo y Lemba. El primero representa el primer acto de rebeldía contra la opresión de los indígenas en el continente, mientras que el segundo lideró la primera rebelión de los esclavos negros contra el poder opresor. Si además se muda allí la estatua de Montesinos, se tendría un recinto más representativo de las diferentes facetas y etapas de nuestra historia.

Al Malecón, por otra parte, tenemos que cambiarle el nombre para que se llame Paseo Juan Pablo Duarte en honor a nuestra mayor figura histórica. La otra intervención de su rediseño estaría orientada a enclavar en el Malecón estatuas de gran dimensión de los Padres de la Patria:  Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez, Ramón Matías Mella y Gregorio Luperón.  Instigar el sentimiento patriótico de esa manera equivale a fidelizar a la ciudadanía con su raigambre y a propiciar el desarrollo de una mejor nación a través de los valores que estos ilustres personajes representan. 

Es por eso por lo que aquí no se puede dejar de mencionar algunas otras nimiedades nacionales que todavía no han sido atendidas por “el gobierno del cambio”. Nos referimos maculas tales como el barrilito y al cofrecito de los legisladores, el uso de vehículos de lujo de los funcionarios, los enormes salarios de algunas figuras gubernamentales, el nepotismo rampante en algunas de las dependencias oficiales, el bochornoso gasto en publicidad de algunos ministerios y el vergonzante desacato de algunos subalternos contra sus respectivos ministros escudándose en su estatura partidaria. Es por tales pendientes tareas que la sociedad civil no puede abandonar los ideales de la Marcha Verde si queremos lograr un verdadero cambio.

Si antes hubo de jugar un papel bienhechor en la transición a un nuevo gobierno, a la sociedad civil le toca ahora seguir presionando para expulsar las emanaciones pútridas de nuestro tejido político y para hacer a nuestra monumentalidad más congruente con nuestra identidad histórica.

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