Por Juan Llado
Al ser el cielo huidizo por naturaleza, pocos son los que logran auscultarlo o sentirlo aquí en la tierra. Ante los avatares cotidianos de la vida, el común de los mortales solo puede encontrarlo en raros momentos de solaz. Empero, uno de los pocos sitios disponibles donde se accede sin alboroto a esas escasas experiencias es en el Parque de San Miguel del Centro Histórico de Santo Domingo. Si se visita un sábado por la mañana se podrá degustar de sus seductores efluvios de mansedumbre.
Un par de horas en ese recinto aplaca cualquier instinto atávico de rebeldía e inconformidad frente a la vida. El Parque es un regalo del paisaje urbano que no tiene parangón. Incluyendo la parte construida de su entorno, el sitio exuda un sobrecogedor encanto cuyo primer impacto sobre el visitante es inducir una abrumadora calma. Sentado en uno de sus fornidos bancos se puede disculpar el hierro de que están hechos porque el confort proviene del meloso ambiente. Este califica como un trozo estanco de la dominicanidad al mezclar el pasado con el presente de manera muy singular y sin derramar una sola gota de perplejidad.
El pasado está representado por la Iglesia de San Miguel y, en su costado sur, una
ruina adyacente que nos remontan a la época colonial. El templo se da gran importancia porque permanece callado y cerrado la mayor parte del tiempo. En los domingos, sin embargo, estalla con bulliciosas misas que son únicas por sus canticos y el nivel de decibeles que producen. Pero el perdón de los pecados que se ofrece a los feligreses de los alrededores compensa cualquier molestia. La fe religiosa se manifiesta viva y refulgente y tal vez eso contribuya sin proponérselo a la tranquilidad del Parque. Por fortuna, el templo tiene además un parquecito en su costado norte, que por tener un piso plano atrae la algarabía y remolino de los niños del barrio, librando así a San Miguel de su presencia.
La frondosa arboleda del Parque genera su inconfundible embrujo.
Es la más impresionante de todo el Centro Histórico porque la de la calle
Arzobispo Portes no se compara. Sus gigantescos árboles centenarios proyectan
una sombra abrumadora y bienhechora. El arrullo de la fronda es suficiente como
para que afloren los restrojos de cualquier recuerdo amoroso. Pero la mayor
inclinación es a dejar la mente en blanco para no ponerle cargas innecesarias a
las neuronas. Aderezado el ambiente por una suave y reposada brisa que proviene
del mar, la contemplación plácida y apacible es lo que se impone.
El Parque es un panal de miel para los trashumantes envejecientes que habitan en el vecindario. Ellos se guarecen en el para escapar al tedio de su rutina hogareña. Cualquier amago de pesadumbre por la pena que podrían provocar es compensado por la viva presencia de algunos taxistas que arriman sus vehículos al parque y encuentran allí un tranquilo refugio para embicar una cerveza fría mientras esperan clientes. La más intranquila presencia que pulula en el parque, sin embargo, es la bandada de palomas buscando el sustento que con frecuencia reciben de visitantes y transeúntes. Con las lluvias de sus aleteos, ellas no llevan ningún mensaje ni son presas de hambrientos comensales, pero si insertan una vivaracha presencia al lugar.
Es en las noches, sin embargo, cuando los vecinos han cesado su
diario trajinar que algunos se inclinan a conversar en el Parque. Aunque sin
ninguna fuente decorativa, el redondel de la confraternidad que adorna el
centro del parque milita a favor de la sana convivencia. En ocasiones también se presta para ocasionales lances artísticos de mansos bohemios. Allí se
fortalece la coexistencia de los vecinos y visitantes porque sus bancos están
dispuestos en círculo. El parque mismo no facilita las cuitas de parejas
enamoradas, ya que las viviendas lo rodean frontalmente y los vecinos pueden
comentar.
Excepto por un par de edificios de modestos apartamentos que no
compaginan con el entorno, las demás viviendas, apretujadas y sin separación
alguna, son de variopinta estructura y calidad. La modestia de las viviendas
destila la sempiterna solidaridad que caracteriza a los que con frecuencia
necesitan de los demás. Algunas inclusive son de madera y casi todas proyectan
un halo de humildad que se asocia con la clase media baja. Hasta se divisan
cercanos unos escuálidos letreros de vecinos que pregonan “Jugos Naturales” y
“Pasteles de Hoja y Helados”. Un par de sastres operan en un par de las casas,
pero el colmado de la esquina noroeste es el establecimiento comercial más
trascendente. Funciona como un altar de consumo pedestre donde confluye la
música popular de alto volumen con las avituallas propias de una clientela
temperada por la limitación de recursos.
No cabe duda de que, en todo el entorno, lo dominicano domina lo colonial y hace
olvidar las violencias de la Conquista. Uno puede diluirse en el hechizo de la urbana acogida, pero no se librará de algunos ruidos ambientales que generan los vehículos. Pero esos ruidos no son ensordecedores ni perturban la paz. Lo que si la refuerza es el letrero que ha montado la Junta de Vecinos donde se advierte cuáles son las virtudes que deben primar en el vecindario: honradez, integridad, honestidad, solidaridad, humildad, esfuerzo, amistad, gratitud. Los vecinos imponen su orden moral para que ningún lerdo homo sapiens venga a descomponerle su virtuosa humildad.
Sin embargo, el barrio enciende endemoniadas llamaradas una vez al
año con su celebración del Festival de San Miguel Arcángel. Los festejos se
desbordan en ríos de alcohol y cerveza, además de un tropel de música popular y
la algarabía incontenible de los contertulios. Es vox populi que allí se da
cita un menjurje de personajes que, si no fuera por el ambiente festivo, no
compaginaran y podrían tornarse violentos. El desparpajo del día anterior se
puede notar al día siguiente en la montaña de basura de todo tipo (botellas,
plásticos, envases descartables, etc.) que desluce la limpieza y el orden del
Parque. La Junta de Vecinos, por suerte, se ocupa de que la limpieza vuelva a
imperar rápidamente y solo ese día se sueltan los demonios.
En este redil de ensueño, caracterizado por una placidez ejemplar,
se podrá retozar con las rendijas del alma durante todo el transcurso del año.
Nadie perturba con salvajes engaños la bonhomía que destilan los lugareños y
que torna apacible el lugar. Los sagrados componentes del entorno (arboleda,
iglesia, palomas, colmado, brisa apacible y suave, bancos de hierro, etc.)
conforman una constelación de mansedumbre terrenal que no se encontrará en
Santa Bárbara, San Antón o ningún otro barrio del Centro Histórico. Si a eso
añadieran un concurso periódico de bachata durante la bien iluminada noche de
los sábados, cualquier mortal podrá deleitar su espíritu visitándolo y estar
seguro de que no sufrirá ningún desencanto.
Definitivamente, el lugar no es apropiado para los orcopolitas y
pretensiosos. Personajes tan escandalosos y desagradables no coligan con él.
Que busquen otro sitio donde propalar sus desventuras.
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