Por Juan Llado
Un examen preliminar del impacto social de la
pandemia, dejará claro que, en el manejo oficial de la crisis, la dignidad de
los pobres del país ha sido vilmente atropellada. Mientras el consecuente
impacto económico ha reducido drásticamente sus medios de supervivencia, el
gobierno no ha respondido con generosidad y equidad a su grado de
vulnerabilidad. Mas bien ha procedido tardía y miserablemente frente a ellos,
profundizando su pobreza y la desigualdad social. Para restañar esas heridas a
su dignidad, el nuevo gobierno que asumirá en agosto deberá adoptar medidas que
compensen esa reprochable negligencia.
Es cierto que la crisis
provocada por la pandemia ha sido inédita y que la misma cogió de sorpresa al
país y a las autoridades. (Había un plan
contra la influenza, pero no pudo anticiparse al Covid-19.) También es cierto
que, bajo el notable y diligente liderazgo del ministro de la Presidencia, en
el área sanitaria se tomó el toro por los cuernos con relativa rapidez. Las
medidas adoptadas bajo el estado de emergencia –cierre de puertos y
aeropuertos, toque de queda, cuarentena, higiene personal requerida, etc.–
reflejaron los
lineamientos de la OMS y la OPS. Los expertos contratados orientaron el trabajo
adecuadamente. Pero surgen dudas sobre la pertinencia de las medidas, porque
otros países no han acudido a ellas y han tenido resultados satisfactorios.
¿Cómo es posible, por ejemplo, que desde el
inicio no se haya pensado en aplicar un masivo programa de pruebas fácilmente
asequibles a toda la población? Los países que han tenido éxito notable en el
control de la pandemia –China, Japón, Corea del Sur, Taiwán, Alemania, Nueva
Zelanda—introdujeron las pruebas masivas y el rastreo de contactos desde muy
temprano. En Uruguay y Costa Rica, por otro lado, las restricciones no han sido
tan severas y los resultados han sido aceptables. Y ni hablar de la drasticidad
con que algunos países han aplicado el distanciamiento social –España, Italia,
El Salvador—y el aislamiento de los contagiados. Las
respuestas de esos países permiten cuestionar la alegada relevancia de las
aquí aplicadas.
Pero el manejo de la crisis ha sido más
cuestionable en lo relativo a sus repercusiones económicas. Guiándose por el
principio de la equidad, el gobierno debió amortiguar las consecuencias
negativas de la pandemia en el aparato productivo y en la población más
vulnerable. Partiendo de la garantía de los derechos que consagra la
Constitución y motivado por la dignidad ciudadana, a quienes primero debió
atender fue a los segmentos más débiles y vulnerables.
El Banco
Mundial dice que este “es el grupo de ingreso más
grande del país (41 por ciento), y corre el riesgo de volver a la pobreza
en caso de un trastorno.” Esa entidad reporta que más de 2 millones de
dominicanos, o 21% de la población, viven en la pobreza. Era en esa quinta
parte de la población donde la acción gubernamental debió concentrarse
prioritariamente, seguido por el segmento que, no siendo pobre, todavía está en
condición vulnerable.
Al impartir su solidaridad, las primeras medidas
compensatorias del gobierno no reflejaron ese elemental principio de equidad. En
una insólita comparecencia del Gobernador del Banco Central y del Ministro de
Hacienda, lo primero que se anunció fue un paquete de medidas monetarias,
crediticias e impositivas para estimular al aparato productivo mediante
concesiones a las empresas. Quedó claro que el sesgo político de la prioridad
fue a favor de los que menos necesitan. El haber atendido a ese segmento como primera
reacción a la pandemia, amerita la renuncia de esos funcionarios por la
indolencia que demostraron. Haber ampliado y diversificado esas medidas posteriormente,
cuando el consumo ha estado en suspenso y las empresas no esenciales cerradas,
solo ha añadido insulto a la herida.
Cuando al fin se dieron cuenta de la metida de
pata, anunciaron los programas “Quédate en casa” y FASE. El primero iría en
auxilio de 1.6 millones de los hogares más pobres y el segundo pagaría un 70%
de los salarios de los empleados paralizados o cesanteados. Aquí lo criticable
no son los blancos de las medidas, sino la inversión de valores: mientras el
trabajador formal está en una mejor posición económica por tener un empleo y
seguridad en el trabajo, los informales y los pobres sobreviven “a la buena de
Dios”. Eso implica que las ayudas a estos últimos debieron ser mucho más
generosas que las concedidas a los empleados. Si el PROSOLI proveía un subsidio
mensual de RD$850 y el subsidio lo llevaba a RD$5,000, y si para los del FASE
llegaba a RD$8,500, debió haber un cambalache. Los que en peores condiciones
estaban debieron recibir el mayor aporte.
El derrame de promesas
para las mipymes acusa un similar desenfoque. Si bien es correcto
acudir en su ayuda cuando ya se ha anunciado un abanico de medidas para las
grandes empresas, esa ayuda debió dosificarse en función del nivel de debilidad
de cada una. Al tener menos de 10 empleados, las micro y las pequeñas
ciertamente merecen una atención mayor que las medianas y grandes que tienen
más de 50 empleados. Al analizar sus respectivas capacidades, solo debió
auxiliarse a las micro y pequeñas, especialmente en lo relativo al Fondo de
Garantía anunciado.
Lo mismo aplica a las demás compensaciones
económicas. Cuando el clamor se tornó avasallante por una atención a los pobres
no incluidos en los registros de PROSOLI, el gobierno entonces amplió la
cobertura de su asistencialismo. La
vicepresidenta
anunció la adición de unas 200,000 personas y luego añadió otra
cantidad. También se anunció que los
subsidios cubrirían al mes de junio, justo
antes de las elecciones. Más recientemente, se anunció el
programa “Pa’ Ti” para los más rezagados, quienes serán auxiliados con
una sola cantidad de RD$5,000. Este itinerario de dilaciones demuestra que los
más débiles han sido los últimos a ser invitados a regañadientes a la mesa y
que las migajas asignadas han sido las más exiguas. Y todavía son frecuentes
los reportes de que los más débiles de los débiles no recibirán nada, por no
haber sido identificados y registrados. A esos se los llevó el mismísimo diablo.
Un similar desbarajuste ha ocurrido contra los
pobres en materia sanitaria. Tanto respecto a la realización de las pruebas
como a la atención medica en centros de salud, los pobres han sido marginados.
El gobierno ha prometido pagar las pruebas, pero se oye por doquier que los
hospitales donde acuden solo ofrecen pruebas rápidas; como los pobres no tienen
seguros privados, no pueden acudir a las clínicas (donde los resultados son más
rápidos). Por su lado, los hospitales primero estuvieron cerrados a los pacientes
del virus y luego han sido muy pocos los habilitados. Cuando los pobres logran
hospitalización, confrontan graves dificultades: mientras el gobierno paga los
tratamientos en las clínicas privadas –donde acude la clase media—en los
hospitales se carece de los medicamentos y el personal para dar un cuidado
adecuado. Esa situación representa otra grosera inequidad porque favorece, con
la ayuda estatal, a los que menos la necesitan, además de favorecer a las
clínicas y seguros privados que son prosperas empresas.
Algo similar ha
ocurrido con las dádivas alimenticias. Si bien el gobierno anunció
tempranamente que el desayuno escolar y el almuerzo (para los de la tanda
extendida) se entregarían en los hogares de los más de dos millones estudiantes
de las escuelas públicas, las fundas de alimentos que se han entregado a altas
horas de la noche las han captado en primera instancia los militantes del
partido de gobierno inscritos en PROSOLI. Se han dejado para ultimo los asilos
de ancianos, los orfanatos y otros establecimientos de beneficencia. Puesto que
los contenidos son productos de ordinaria calidad, tampoco puede alegarse que
se ha honrado con ellos la dignidad de los pobres.
Además de en la
distribución de alimentos, el reprobable sesgo político de las ayudas se ha
evidenciado, en el nivel y secuencia de la atención a los diferentes segmentos
de la población. Se ha favorecido prioritariamente a los más poderosos y
asistido miserablemente a los más débiles. Pero el colmo ha sido el
protagonismo del candidato presidencial oficial, quien usando recursos
provenientes de fuentes insondables, ha enarbolado el asistencialismo partidario
para promover su candidatura. Ahora solo falta que el gobierno sea manirroto
con los recursos de las AFP durante el presente mes, para atraer votantes a las
urnas del 5 de julio.
Un
observador calificado ha sentenciado: “El
coronavirus afecta a todo el género humano, pero en las actuales condiciones de
vastos sectores de la población en pobreza y altas desigualdades, los pobres
son mucho más vulnerables”.
“Expresando el descontento social al respecto en
una encuesta Gallup a 65.000 interrogados en 60 países, el 69% dijo que las
diferencias entre ricos y pobres en sus países “no eran juego limpio”. Los
altos niveles de desigualdad y pobreza llevan a que los pobres tengan mayores
posibilidades de contraer la enfermedad en sus modalidades más agudas.” Aquí ya
se ha señalado que el coronavirus aumenta los niveles de informalidad
y la desigualdad social.
Queda claro que la única tragedia de la
pandemia para nuestro país no ha sido la de los hospitalizados y fallecidos. La
otra tragedia ha sido la insuficiente y tardía atención a los segmentos más
vulnerables y débiles de la población, una oprobiosa falta de respeto a su
dignidad a nombre de una mezquina solidaridad. Algunos epidemiólogos ya
predicen que cuando la transmisión comunitaria alcance los barrios marginados y
a las comunidades rurales más pobres, habrá un rebrote del virus. Por eso el
nuevo gobierno que asumirá en agosto debería tener listo un menú de
intervenciones que sea más cónsono con la dignidad humana de los más débiles de
la sociedad. La principal medida debe ser la de establecer un Ingreso
Básico para los Pobres (IBP), tal como ha hecho España. Solo así se restablecerá su
mancillado honor y su supervivencia seria menos desesperante.
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