Por Juan Llado

De este lado, muchos resienten la migración
haitiana ilegal como el meollo del problema. Pero la barata mano de obra
haitiana es vital para nuestros sectores agrícola y de construcción, amén de
que Haití es nuestro segundo socio comercial (al exportarle unos 800 millones
de dólares por año). Aun así, cada día crece más la animadversión de amplios
sectores de la población contra la masiva presencia de esos migrantes.
Prevalece una percepción dicotómica del problema que enfatiza los aspectos
negativos y soslaya los potenciales beneficios de una relación bilateral
armónica. Resulta obvio que nuestra política de “laissez
faire, laissez passer” no constituye una estrategia efectiva para
prevenir los conflictos que incuba la actual situación.
Nuestra inepta postura hacia el desafío de la
relación bilateral, se debe a esa pasividad. De parte de las autoridades no se
nota una diligente gestión para lograr potenciar los beneficios citados. La
única acción proactiva es la del manido reforzamiento militar de la frontera.
La presencia militar se ofrece como un disuasivo efectivo porque infunde miedo
a posibles represalias violentas para los que intentan ingresar ilegalmente al
territorio nacional. Pero esa respuesta militar resulta aberrante y absurda.
Los migrantes no son soldados que porten armas de fuego y amenacen la soberanía
nacional. El trabajo de contención califica más bien como un asunto policial.
Según reportes
de prensa, “desde el 2015 hasta el 12 de noviembre de 2018, se han
registrado al menos 15 incidentes que han provocado que la frontera haya sido
reforzada por miles de militares en más de veinte ocasiones.” “…las autoridades
han reforzado esa zona en más de ocho ocasiones en 2018…creando una fuerza de
tarea dependiente del Ejercito Nacional denominada “Cerco Fronterizo”, cuya
misión es reforzar los controles en la línea divisoria con Haití.” Ese cuerpo
contaba con 6,000 efectivos, pero ya para
septiembre del 2019 había llegado a 10,000. Para
el 1 de noviembre, sin embargo, el Ministro
de Defensa informó a la prensa que el total era de 9,000
efectivos. Esto no incluye el personal policial, de aduanas y de otras agencias
que están llamadas a ejercer control.
De su lado, Haití no cuenta con unas fuerzas
armadas para apoyar la migración ilegal. Por su historial represivo, en 1994 el
presidente Aristide
abolió las fuerzas armadas. Ahora se han restablecido con el alegado propósito de
“combatir el contrabando y reforzar la seguridad pública”, pero solo con unos
500 efectivos. (En agosto del 2019 se
graduaron los primeros efectivos con
un programa centrado en los derechos humanos, la protección civil y la equidad
de género.)
Debido a que el gasto militar representaría una tercera parte del
exiguo presupuesto gubernamental, esa iniciativa
concita severas críticas y se prefiere el reforzamiento de la policía, la
cual cuenta con unos 15,000 agentes, menos de la mitad de los 37,000 nuestros.
Queda claro entonces que Haití no representa
un peligro militar para nuestro país. Tampoco sus incipientes fuerzas armadas
tienen el propósito de ayudar a los migrantes ilegales a lograr su meta. En
consecuencia, enviar 9,000 soldados dominicanos para “controlar” la frontera, resulta, en el mejor de los casos, una exageración indescriptible. (Cada
kilómetro de los 391 de la frontera, estaría vigilado por 23 soldados.) El más
reciente aumento de efectivos se
justifica con la inestabilidad política en Haití, pero
esa inestabilidad nunca implicaría un posible ataque militar. Por el contrario,
tanto la policía como las fuerzas armadas haitianas, están ahora más ocupadas
internamente enfrentando esa situación, al ya no contar con el contingente
pacificador de las Naciones Unidas.
Nuestro aparataje militar fronterizo, en
cambio, es bien costoso e irracional frente a los pírricos resultados y los
otros impactos de la ineficiencia. Los mismos jefes militares reportan que se están
repatriando unos 700 haitianos diariamente, lo
cual significa que la vigilancia militar es porosa e inefectiva. La situación
es todavía más desconcertante, porque ascienden a más de 17,000
los partos de haitianas en el país anualmente y
se alega que eso
reporta un lucro para quienes propician su trasiego fronterizo. Un
despacho internacional dice que los haitianos que viven en el país
aumentaron un 12.4% en los últimos 5 años. ¿Se
puede entonces alegar que nuestra vigilancia militar fronteriza es una
respuesta correcta a la migración ilegal? ¿Compagina ella con la necesidad de
desarrollo de la nación haitiana y nuestro interés nacional de que se logre ese
desarrollo para así detener la migración ilegal?
Obviamente, la respuesta militar no está
respondiendo al interés nacional. Tampoco puede alegarse que la construcción de
un muro fronterizo detendría el flujo de ilegales, porque ni el ultra vigilado
Muro de Berlín detuvo las deserciones. El Comité
Internacional de Solidaridad con Haití ha
propuesto reclamar a las Naciones Unidas y a la comunidad internacional una
intervención salvadora. Pero ni siquiera el fatídico terremoto que cobró más de
300,000 vidas fue capaz de motivar esa ayuda. Países como Francia, España,
Estados Unidos y Canadá, proveen migajas de subsistencia que no responden a la
magnitud del desafío desarrollista.
En consecuencia, nuestro país esta retado a
buscar soluciones binacionales que no dependan de la caridad de los países
ricos. Nuestro país debe buscar soluciones diligentemente en estrecha hermandad
con el vecino. En tiempos recientes hubo una
iniciativa empresarial que prometía alguna redención creando miles de
empleos a lo largo de la frontera. Pero esa iniciativa se desvaneció cuando sus
proponentes se enfrentaron a los múltiples obstáculos. Otras
propuestas han languidecido por falta de un empuje de los gobiernos, aunque
varias de ellas son muy prometedoras y todavía conservan vigencia. Cual luz al
final del túnel, hace días se anunció que las autoridades discuten un proyecto
de desarrollo integral con los chinos.
El problema parece ser que en ambos lados de
la frontera nadie quiere echarse el bulto sobre los hombros. Por un temido
costo político, los mismos gobiernos no quieren aparecer ante sus respectivas
poblaciones como negociadores de acuerdos mutuos. La alternativa entonces sería
que la sociedad civil y/o las iglesias, encaminen esfuerzos en pro de formular
una estrategia de buena vecindad y desarrollo. De nuestra parte, la iniciativa
podría canalizarse por el Consejo Económico y Social, pero también podrían
tomar un rol activo la Conferencia del Episcopado y el Consejo Dominicano de
Unidad Evangélica.
Lo obvio es que no debemos ni podemos seguir
con la estrategia del “laissez
faire, laissez passer” y la inefectiva respuesta militar. Seguir aullando
por una intervención de la comunidad internacional tampoco representa un
enfoque realista. La única manera de lograr esa ayuda, es si los dos países
damos muestras serias de que queremos resolver los problemas. Una
participación de Noruega, un país que pagó los US$250 millones que
costó la MINUSTAH, debería considerarse como monitor altruista. Y no
debemos temer a una
iniciativa tripartita que involucre a China, en caso de que los demás
países occidentales no obtemperen.
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