Por Juan Llado
A Pepìn Corripio se le conoce
como un acaudalado empresario que sabe medir sus palabras. Raras veces sus
pronunciamientos públicos pasan de ser meras exhortaciones al trabajo honesto
para conseguir el éxito. Por eso sorprendió que señalara, en una
reciente declaración, que “en la situación interna que vive el PLD, sus
dirigentes y el país, está primando el individualismo y no la colectividad.” El
certero diagnostico no podría ser más oportuno frente al deplorable panorama
político que nos abruma.
Lo que precedió a esas
elecciones fue vergonzoso. No fue solo que se apeló descaradamente a recursos
sucios ventilados en las redes sociales. Lo que opacó la gloriosa promesa del
voto automatizado, fue la avasallante publicidad del precandidato del gobierno,
el ilegal proselitismo de funcionarios públicos, la grosera compra de votos por
parte de ambos bandos del PLD –reportado en una tercera parte de las mesas por
Participación Ciudadana– y las blandengues ofertas electorales. Si bien la JCE
pretendió imponer algún orden, los modales de los partidos dejaron mucho que
desear.
La vitriólica contienda entre
las facciones del PLD, provocó secuelas satánicas. Los antagonismos de la
campaña se abrieron paso a la subsiguiente oleada defensiva contra las
tratativas de fraude electoral. La cerrada victoria de un precandidato del PLD
fue denostada con vehemencia por los airados contrarios. La agria rebatiña
entre las dos facciones de ese partido, hundió la herencia de decoro boschista en
una furnia de iniquidades. Los hirientes insultos eventualmente motivaron el
desenlace de la división y la reconfiguración de las fuerzas partidarias.
El clima de intemperancia
desembocó en discursos vacíos por parte de los dos grandes líderes del PLD. Aunque la
intervención del expresidente Fernandez, que
anunció la renuncia de su partido y su intención de formar tienda aparte, constituyó un bien hilvanado dibujo de su trayectoria política, el listado de
agravios que le siguió, deslució el mensaje. Hubiese sido más elegante y
apropiado fundamentar su partida en el
ideario boschista y en una visión del progreso nacional que
identificara los retos a conquistar. El lema altruista de “servir al partido
para servir al pueblo”, requería esa misionera interpretación.
Peor fue el iracundo discurso
del presidente Medina que siguió al de Fernandez, porque pareció una sarta
defensiva de diatribas que no dignificó su condición de presidente de todos los
dominicanos. Si bien la ocasión era muy partidista y tal vez se requería
insuflar confianza entre sus acólitos después de la división, lo que quedó del
mensaje fue la individualista afirmación de que “yo gano las elecciones”,
erigiéndose así en amo y señor de los remanentes partidarios. Hubiese sido más
elegante y apropiado destacar los rasgos bienhechores del candidato
presidencial y enumerar sus planes para seguir la ruta de progreso trazada por
su gobierno.
Lo que ha seguido a los discursos
mueve a mayor desconsuelo. La prensa reportó los prerequisitos de la facción
leonelista para apoyar la otra y evitar un rompimiento. Aunque luego se
desautorizara su autenticidad, esos requisitos ejemplifican magistralmente el
dictamen de Pepìn: todo se
limitó a exigir cargos y canonjías en
el tren gubernamental y nada se refirió a los grandes desafíos del desarrollo
nacional y lo que esa facción podría hacer para contribuir a su conquista. El
listado de peticiones, incluyendo las diez embajadas, fue una vergonzante
admisión de que no existe la intención de “servir al pueblo” sino de lucrarse
personalmente.

Al otear este panorama del
comportamiento de la clase política, no puede evadirse la conclusión de que
nuestra democracia está todavía en pañales. En la clase política prima la
avidez por el poder para saciar apetitos mercuriales, no para lograr un desarrollo
que incremente el nivel de bienestar de las mayorías. A nadie parece importarle
las propuestas para solucionar los problemas nacionales y, en consecuencia,
nadie habla de una oferta programática o ideológica que encumbre la lucha
contra la pobreza a la cima de las prioridades.
Las ofertas electorales se
limitan a los picapollos y las papeletas.
Seria mezquino, sin embargo, no
admitir que el PRM ha dejado hasta ahora una estela de mejor comportamiento.
Realizaron una convención ejemplar, construyeron un padrón creíble y terciaron
en las primarias sin los ruidos mostrencos del partido de gobierno. Pero en la estructuración
de alianzas que esperan concretar, tampoco
se nota la presencia altruista de una oferta programática plausible para
impulsar el desarrollo nacional. Las propuestas de políticas públicas brillan
por su ausencia y, en consecuencia, los fines mercuriales parecen estar a flor
de piel.
Pepìn, sin duda, ha dado en el
clavo al advertir que “la paz cuesta”. Su advertencia de que “para que se
mantenga la paz en la República Dominicana es necesario pensar en la sociedad
en general”, no podría ser más oportuna, certera y clarividente. La “cultura
democrática” que nos gastamos, todavía exhibe toda la parafernalia de las
cavernas, aunque esta vez hemos dejado atrás la violencia y la extrema
intolerancia política. De ahí que debamos tener bien claro que la elevación del
discurso de la partidocracia implica centrar su atención en lo que puedan
ofertar como receta programática, habida cuenta de que su referente ideológico
no pasa de ser el de la economía de mercado.
En lo inmediato resulta
indispensable adoptar entre los grandes partidos el “Pacto por la Limpieza
Electoral” que ha propuesto el
destacado periodista Juan Bolivar Diaz o
la “alianza contra el fraude electoral” que ha propuesto
el expresidente Fernandez. No podemos darnos el lujo de que las elecciones del
próximo ano resulten bajeadas por la aureola de dudas que envolvió a las
primarias. Se necesita unos comicios limpios, cual “rocío de juventud”, para
que la clase política se quite el lodo que su reciente comportamiento ha
generado.
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