Por Juan Llado
Para enjuiciar la moralidad de los ricos seria
errado consultar solo a los pobres. Gran parte de ellos alberga una latente
inquina contra los ricos porque los consideran indolentes o les envidian sus
fortunas. Tal resentimiento tiene sus raíces en las graves desigualdades de los
niveles de bienestar en la sociedad. Asimismo, los ricos tienden a acusar a los
pobres de irresponsabilidad y holgazanería. De ahí que el prejuicio visceral no
permite juzgar la moral de ricos y pobres con racionalidad y ecuanimidad. Es
preciso recurrir a la filosofía política para evaluar con justicia la riqueza
de los pocos y las carencias de los muchos si queremos vivir en libertad.
El libro citado defiende el capitalismo
liberal. Este rechaza los ataques infundados de pensadores y doctrinas de toda
laya que le enrostran inmoralidad por los abusos que se dice infligen los ricos
y poderosos a los menos favorecidos por la fortuna. Su premisa clave es que el
verdadero capitalismo es aquel que no favorece al estado benefactor y regulador
para lograr justicia social, sino que confía en la iniciativa, el talento y el
esfuerzo individuales en el contexto de un libre mercado (donde la competencia
no confronta trabas). Mientras en el primer esquema el estado establece los
parámetros de convivencia, en el otro es el accionar del individuo que los
define y los logra.
Los defensores del capitalismo liberal alegan
que la democracia y la libertad peligran porque lo que ha estado sucediendo es
lo contrario al accionar individual. Los estados han ido creciendo
constantemente y cada vez engullen una mayor proporción del PIB de los países,
con la justificación de una mejor distribución de los beneficios del desarrollo
económico. Sin embargo, lo que ha sucedido es que los intereses creados de los
que administran el estado han coartado la libertad y puesto en entredicho la
democracia. Según esta creencia son los que han cooptado al estado, una especie
de cleptocracia burocrática, quienes han creado las desigualdades sociales y
las crisis económicas que aquejan a muchas economías “capitalistas”.
En este contexto, juzgar a los ricos requiere
el examen de los valores fundamentales del capitalismo, especialmente aquellos
promovidos por pensadores de la talla de Smith, Hayek y Friedman. El
citado libro nos dice que estos valores se derivan de “la libertad y
responsabilidad de los seres humanos, de su capacidad de solidaridad
espontanea, de la honestidad y el respeto mutuo, de la pasión por el trabajo
bien hecho y la colaboración pacífica entre personas.” “Ahí donde el estatista
ve un egoísmo desmesurado y un juego de suma cero porque unos ganan cuando
otros pierden, el liberal encuentra el deseo de unos miembros de la comunidad
de colaborar pacíficamente con otros miembros de la comunidad en la
satisfacción de sus necesidades generando una mejora en las condiciones de vida
de todos.”
“Ahí donde el estatista muestra una concepción
empobrecida del hombre que concibe la bondad como realización a través del
poder estatal y entiende la solidaridad como la confiscación y redistribución
violenta de los frutos del trabajo de las personas por parte del poder
político, el liberal, que desconfía de los poderosos y pone su fe en el hombre
común, entiende la solidaridad como un acto de generosidad espontaneo del
espíritu humano que se materializa a través de la filantropía. Y ahí donde el
estatista ve personas incapaces de salir adelante por sus propios medios,
transfiriendo la responsabilidad de la superación personal nuevamente al poder
político, el liberal confía en el poder creativo del individuo y en su
potencial para salir adelante, incluso en las condiciones más duras.”
Obviamente, las diferencias entre la
perspectiva del liberal versus la del estatista son abismales. El primero
confía en que el libre albedrio y la iniciativa individual creará una sociedad
justa, pero el segundo no concibe ese desenlace sin la intervención del estado
y el poder político. Mientras el primero cree que la solidaridad, la
llamada “ternura de los pueblos”, debe manifestarse espontáneamente a través de
la filantropía, el segundo juzga que esta debe manifestarse a través del
sistema impositivo y la distribución del gasto público.
El juicio final sobre
cuál de las dos filosofías es la más deseable, sin embargo, no parece posible
en términos absolutos. Los claroscuros de una empequeñecen la otra y viceversa.
La antinomia clásica es la del rol del estado versus el rol del individuo.
A cualquier observador maduro que reflexione
sobre su vida le parecerá que los polos opuestos no toman en cuenta que entre
ellos existen áreas grises. Eso de que el estado deba limitarse tanto como para
no interferir con la vida de los individuos es un ucase
desacreditado. El hecho de que siempre han existido los estados, con
grados diferentes de dominación social, es en cambio un claro indicio de que el
nirvana del libre albedrío puro no tiene asidero. Esta conclusión cobra mayor
validez en las sociedades pobres o de mediano desarrollo. En ellas
la pobreza de un importante segmento de la población se arrastra como una
maldición satánica que impide el libre albedrío de sus víctimas.
Viene al caso el conocido aforismo de
Rousseau: “El hombre ha nacido libre y sin embargo, vive en todas partes, entre
cadenas.” A un nacido pobre le es difícil ejercer el libre albedrío a plenitud: la pobreza ha embridado sus posibilidades y restringido su ámbito
de acción. Por ende, es injusto comparar sus oportunidades a las de otros que
se guarecen en segmentos más afortunados de la población. La superación personal
del pobre es una lucha titánica que lo retiene atrapado en su celda social y
muy pocos logran la “movilidad social” que asumen los liberales como una presea
fácilmente conquistable.
La historia de la humanidad evidencia que,
para las grandes mayorías, la transmisión intergeneracional del estatus
socioeconómico ha prevalecido siempre. Aunque algunas naciones logran mejorar
significativamente los niveles de bienestar de sus respectivas poblaciones, eso
no resulta en la desaparición o sensible disminución de la desigualdad
social. (Para Marx y Engels eso es lo que genera la lucha de clases
y la confrontación permanente entre burguesía y proletariado.) Corea del Sur,
Hong Kong, Singapur y Taiwán han catapultado sus poblaciones, pero eso no ha significado
que las diferencias en los niveles de bienestar han desaparecido. Los saltos en
su desarrollo se han logrado no por la “colaboración pacífica” de sus
ciudadanos, sino por las políticas públicas que han guiado sus economías.
Pero las “ideologías” liberal y progresista
han sido hasta ahora puras utopías. Ningún país se ha desarrollado en base a la
filantropía espontanea de los ciudadanos. Y en aquellos donde la iniciativa
estatal ha producido buenos resultados (p. ej. Singapur), los niveles de
libertad y democracia no han sido determinantes. Por otro lado, el fracaso del
estatismo puro lo ejemplifican la desaparecida Unión Soviética y Cuba. Las
naciones con regímenes de fuerza donde se ha escenificado algún progreso
material lo han conseguido porque han introducido elementos liberales para
impulsar la economía. (Léase China y, más recientemente, Vietnam.) En
consecuencia, la polarización ideológica no explica bien las diferencias en los
resultados.
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