Por Welnel
Darío Féliz
Para muchos de los
cabraleños que por fuerza de las circunstancias emigramos, volver al terruño
representa un reencuentro con el medio en el que crecimos, con nuestra gente,
el disfrute de la naturaleza y la gastronomía vernácula. Sea frecuente o no,
olvidarse por unas horas de la vida en que vivimos en otros pueblos, nos acerca
más al ser y asistimos a una renovación espiritual, la que al mismo tiempo nos
impulsa a continuar y nos incentiva a volver necesariamente al sol y aquellas
calles. Algo tan sencillo como sentarse en el parque y ver la gente pasar
genera una sensación de paz y tranquilidad. Solo saludar, una breve
conversación, estrechar las manos de nuestros amigos y amigas, es
para ambos una
acción que nos acerca y fortalece los lazos. Ver las nuevas generaciones crecer
y visitar a nuestras personas de edad, nos permite una compenetración social,
que nos mantiene apegados al espacio territorial.
Aunque no nos ausentamos
por mucho tiempo, cada vez que pisamos tierra cabraleña las emociones se
agolpan. El solo pensar que aunque sea por breve tiempo disfrutaremos del patio
de nuestros abuelos, de la casa de los tíos, de conversar con la gente, de
hablar de su historia, de compenetrarnos, de confundirme con su realidad, nos
transporta a un escenario sublime, de sensaciones satisfactorias. A ello
sumamos los encantos de esta bendecida tierra: las aguas limpias y cristalinas
que rodean el pueblo. Nos consideramos absolutos fanáticos de El Bartolo, de La
Furnia, de La Represa, de la Represita, del Agua Santa, de la Tina y todos esos
lugares en que podemos sentirnos completamente encantados, apacibles,
satisfechos, contentos, sosegados y libres.
Fueron esas
emociones las que se agolparon en nosotros, cuando hace unos días visitamos a
Cabral. Aunque el grupo no tenía muchos objetivos, hicimos planes, pues
andábamos con mi hija y a ella, como a mí, nos fascina zambullirnos en esos
ríos y aguas que caracterizan al pueblo. Sin pensarlo mucho, nos dispusimos
aprovechar el tiempo e ir a esos lugares, cuando fuimos detenidos en seco. Se
nos informó que apersonarse a La Represa era sumamente inseguro, un riesgo, era
exponerse, pues de algún lugar de La Peñuela habían surgido bandas, las que,
con armas de fuego o blancas, despojaban de sus pertenencias a todo aquel que
viesen vulnerable. Transitar por las calles y callejones de algunos sitos
creados dentro de ese emblemático sector, así como en los viejos caminos que
unían los ríos, era, literalmente, meterse en la cueva del oso.
Asimismo, aunque
con menos incidencia, visitar La Furnia, ese magnífico balneario, podía generar
una amarga sensación de inseguridad. Según las noticias, los robos con amenazas
y a mano armada son comunes, así como agresiones constantes a locales y
visitantes. Aunque en el barrio Abajo y en el barrio Arriba no son usuales, era
preferible evitarlos, al igual que Los Botaos, el Majagual y otros sitios.
Siquiera en las cercanías del parque se respira un aire de tranquilidad. Por
las noches, por la falta de energía eléctrica, según algunos, se potencializa
el fenómeno delincuencial: se tiene la certeza de que el pueblo se vuelve una
zona hostil, lo que provoca un efecto completamente negativo en la vida cotidiana,
con sus correlativas consecuencias sociales. La impresión de un colectivo
aterrado, pávido, intimidado, que vive a diario esa realidad, es
transmitida al ausente, al visitante. Todo implica que ya no se trata solamente
de perder un objeto personal, sino la propia vida.
No dudamos un solo
momento en no visitar ningún lugar de aquellos que incentivaban nuestra
imaginación, aunque, naturalmente, con una conmoción espiritual absoluta. En la
noche nos quedamos en casa. Preferimos compartir un momento entre nosotros, con
algunos de la familia. Aunque tuvimos la intención de dar algún paseo, comprar
algo, ver la vida nocturna, nos convencieron los temores y preferimos hacer
caso a los comentarios y no arriesgamos. Al otro día, entrada la tarde,
enfilamos con rumbo a nuestros hogares, en donde, también, vivimos con los
sobresaltos por los tantos actos delincuenciales, pero allí, por lo menos,
nadie nos conoce, no somos comunidad. En todos los doscientos kilómetros
estuvimos cargados de tristeza y melancolía. Nuestro viejo Rincón está dejando
de serlo.
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