Por Ricardo Pérez Fernández*
La conmemoración hoy del Día Internacional de la Eliminación de la
Violencia contra la Mujer, que no olvidemos, lo es en recordación al
asesinato de las hermanas Mirabal en las postrimerías del trujillismo,
nos llega justo cuando ayer otro desaprensivo acudió al lugar de trabajo
de su expareja y la asesinó, y en medio de una preocupación colectiva
creciente, sobre los niveles prevalentes de las distintas formas de
violencia contra la mujer.
No obstante, dentro del marco de esta fenomenología, la manifestación
específica de violencia que constituye el feminicidio, es la que más
acapara la atención de la prensa, de expertos, de las autoridades y de
activistas, tanto a nivel nacional como a nivel regional, y tiene
sentido absoluto que así sea. El feminicidio, que no es más que el
asesinato de una mujer por razones exclusivas a su género, representa un
punto de confluencia final de casi todas las demás manifestaciones de
violencia contra la mujer, y por consiguiente, cuando abordamos el
fenómeno de los feminicidios, estamos abordando de manera directa e
indirecta, cuestiones como el maltrato físico y psicológico, violencia
sexual, matrimonio infantil, mutilación genital, entre otros. Afirmamos
lo anterior toda vez que, conforme a distintos estudios y a estadísticas
oficiales de múltiples países, el feminicida, por lo general, no
asesina en su primer exabrupto conductual, sino que inicia por agredir a
la mujer de alguna de las maneras citadas precedentemente, hasta que en
un desenfreno de maltratos sucesivos, se da el desenlace final del
feminicidio.
En este ámbito, América Latina presenta un escenario de crisis. Más
del 50% de todos los feminicidios registrados a nivel global ocurren en
la región, y cuatro de los cinco países con las mayores tasas mundiales,
se encuentran justo aquí. A pesar de las dificultades existentes a la
hora de cuantificar los feminicidios, debido a las distintas
metodologías aplicadas, y al hecho de que este no siempre se encuentra
tipificado como categoría casuística, países como Brasil, Nicaragua,
Guatemala y El Salvador, siempre ocupan posiciones cimeras en la
oprobiosa lista. Y aunque República Dominicana no se dispute el
liderazgo en esta materia, cuando calculamos promedios regionales
eliminando a los países en las posiciones superiores, a partir de la
información disponible en el Observatorio de Igualdad de género de
América Latina y el Caribe de la CEPAL, los 3.6 feminicidios por cada
100 mil mujeres, nos colocan muy por encima del promedio regional.
Sin embargo, a pesar de que ya hemos establecido que América Latina
es la región donde más ocurren feminicidios, el mundo occidental
desarrollado tampoco escapa al fenómeno que, desde los años 90, solo
viene aumentando. En Reino Unido, en un estudio culminado en el año
2015, y recogido en el libro intitulado “When men murder women”, la
causa principal de los feminicidios tuvo que ver con algún grado de
celotipia sexual, y en un 65% de los casos, se trató de hombres que ya
habían agredido a sus víctimas. En Estados Unidos, el 51% de todas las
mujeres asesinadas lo fueron a manos de sus parejas o exparejas, y
también allí los celos jugaron un rol protagónico. En la mayoría de los
países europeos se observa una problemática similar: alguna
manifestación de celos culminó con la muerte de una mujer.
Cuando se revisan las estadísticas existentes, y las historias
recogidas por la prensa, algo llama la atención: el fenómeno de los
feminicidios dice presente en sociedades muy distintas entre sí. Existen
feminicidios en países ricos y pobres; con altos y bajos niveles de
educación formal; con sistemas judiciales que funcionan y que no
funcionan; y en sociedades liberales y conservadoras. A nivel del perfil
del feminicida, se registran asesinatos de mujeres entre hombres con
ciertos trastornos psicológicos y adicciones, y entre individuos
completamente “normales”. Entonces, si se registran feminicidios entre
sociedades e individuos tan diferentes entre sí, ¿qué podría estarlo
explicando? Evidentemente, que solo algo que resulte común a todos,
puede ser la respuesta.
Nuestra historia evolutiva como individuos y sociedad
Los celos, presentes en la amplía mayoría de los feminicidios,
representan una reacción emocional que despierta cuando algo que nos
pertenece, amenaza con no pertenecernos más. Pero, ¿de dónde surge ese
sentido de pertenencia del hombre sobre la mujer, y por qué no suele
manifestarse en sentido contrario? La razón es biológica-evolutiva.
En principio fuimos nómadas cazadores y recolectores, una estructura
social (si se quiere) donde la fuerza y la destreza física eran las
divisas que garantizaban la supervivencia. Por nuestro patrón evolutivo,
el hombre desarrolló más fuerza física que la mujer, lo que en ese
sistema de vida le garantizaba la preeminencia: justo ahí nace la
sociedad patriarcal que hoy, aún, se resiste a morir. En estas
condiciones, la mujer, en su
misión instintiva de preservar la vida y perpetuar la especie, buscaba
de la protección del hombre, y a cambio, le complementaba garantizándole
la reproducción de su simiente. En aquel entonces, la mujer tendía a
permanecer junto al hombre luego del coito, porque solo así este podía
garantizar que la criatura en gestación, efectivamente, fuera suya, y
solo así este tendría el incentivo de protegerla; ahí están los inicios
de la “objetificación” de la mujer. Esta accedía, porque solo con un
hombre a su lado, que la protegiera, podía cumplir con su rol de madre, y
en efecto, lograr criar a su retoño, fuera de los peligros de un mundo
completamente salvaje.
Más adelante, en nuestros pininos como civilización, cuando pasamos a
la etapa de la domesticación, la agricultura y el uso de las
herramientas, seguía siendo la fuerza física el principal insumo en las
labores de supervivencia, y así continuaba enraizándose culturalmente la
“verdad” de la superioridad del hombre. Luego, fuimos creciendo como
conglomerados humanos, y cuando ya los dominios absolutos de los más
fuertes no podían continuar solo por vía de la fuerza, surgió un
elemento que ayudaba a legitimar el sometimiento de los dominantes sobre
los dominados: las religiones, aunque en principio, en sus versiones
politeístas. Esto, al cabo de unos siglos, dio paso a los monoteísmos
predominantes de hoy en día, a saber, el judaísmo, el cristianismo y el
islamismo, en cuyas sagradas escrituras (en las de las tres religiones)
se plasmó el estatus inferior de la mujer con respecto al hombre.
No fue hasta finales de la Revolución Industrial, donde la tecnología
empezó a minimizar el valor del esfuerzo físico y a privilegiar la
inteligencia y habilidades técnicas que nada tenían que ver con la
fuerza, donde se generó en la relación hombre-mujer un importante punto
de inflexión: el inicio de lo que hoy conocemos como la liberación
femenina o feminismo.
¿Cuál es el objetivo de esta esotérica reflexión? Significar que un
problema como el fenómeno de los feminicidios tiene raíces muy profundas
que, como se ve, en algunas manifestaciones, datan desde nuestros
inicios como civilización. En consecuencia, la erradicación de este mal
no se alcanzará únicamente con endurecer las penas, ni con mejorar los
mecanismos preventivos, porque para quienes están dispuestos a matar a
una mujer y luego suicidarse, esto no representará un elemento
disuasivo. No. Estas son tácticas que hay que implementar, que desde
luego algún rol jugarán, pero la estrategia ganadora va más allá.
Cambiaremos el curso de la historia de los feminicidios, solo si
logramos una nueva masculinidad fundamentada sobre dos aspectos. El
primero, un sistema educativo integral ---hogareño, pre-escolar, escolar
y profesional--- que explique a fondo e inteligiblemente, la historia
de la evolución de la relación hombre-mujer, y el absurdo que en estos
tiempos constituye la premisa de superioridad que aún vindica el rancio y
apestoso machismo. Y segundo, cuando las religiones, en su rol de
formadores e influenciadores sociales sin parangón, se reformen, y
destierren una noción de superioridad masculina que da pie a muchos de
los males asociados con la violencia de género.
No habrá nueva masculinidad sin que el hombre aprenda a lidiar con el
rechazo, y esto no será posible, si en su hogar, escuela, trabajo e
iglesia, algo le dice que esa que le rechaza, tal vez no tenga el derecho
o la potestad de hacerlo.
Esa es la estrategia ganadora. Las demás serán tácticas con efectos
limitados. Esta será una labor de 20 a 30 años. Hoy es un buen día para
comenzar.
*El autor es economista y politóologo.-
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