Tierra Blanca
Por Carlos Darío Sousa S.*
Hace unos
pocos días, Ángela, la hija de Ángel Hernández Acosta –Quinito-, me hizo llegar
el libro “Tierra Blanca”. Editado por el Ministerio de Cultura el pasado año, y
le agradezco sobre manera su presente, que es un recordatorio para que de
ninguna manera olvide a Quinito.
Quinito, y
excúsenme que lo trate así con su apodo, y es más como símbolo de cariño, decía entonces, como un Ángel que sobrevuela sobre los escritores sureños y que
debería estar presente sobre todos nosotros, pues sus aportes a la literatura,
al lenguaje autóctono, a la geografía, a la cultura a la historia y al devenir
de nuestra sociedad ahíta de creencias y de paisajes que estallan sobre todos
los que habitamos por decisión propia estas tierras tan cerca de Dios, y qué bueno, tan lejos de la capital.
Es una
constante en su obra los amaneceres, los atardeceres, las tormentas, los
trillos, los animales, los amores y desamores, la lucha de hombres y mujeres,
como Rosenda, casi por sobrevivir, frente a los hombres y mujeres que lo tiene
todo y no padecen, como Don Laón, las miserias de la mayoría de las que vive. O
los celos, la muerte, la sonrisa, el prostíbulo, la amistad, es decir todas las
posibles vivencias humanas que quedan reflejadas en cada uno de su discurrir
con ese sentir cadencioso, acompasado, en ese lenguaje fundamentalmente poético
y descriptivo de sus exposiciones.
Están los
animales que tienen vida y que dialogan con su lenguaje propio con los humanos,
los bueyes, como “Cañamaca”, los perros, como Danubio, que menean la cola en
espera de su ración de huesos y vituallas, los gallos, como “colablanca” y los árboles
que nos dan sombras, y cubren los paisajes cercanos y en lontananza, como arropándonos y protegiéndonos del mal, o
que esas mismas sombras son simplemente refugios para contar historias y el cuento,
para revelarnos los misterios de la noche o de los amaneceres, el tórrido medio
día, o los de ese laberinto que se despierta cuando descubrimos el amor y los
placeres de la carne, o cuando nos adentramos en el hilo de agua, del arroyo
que pasa en los límites del pueblo surqueando entre las piedras y la falda se
la loma.
Es que las
sombras de un Guayacán, quizás por las fortaleza de su tronco, o porque sus
flores atraen al petiguere y el petiguere nos trae igual que el viento las
memorias, con su canto matinal, que contienen las historias de los lugareños
desde el tiempo que no era más de un palmo casi solitario del Páramo de Chacho
Milá, el dueño de la propiedad más grande de
“Tierra Blanca”, y hoy bajo su sombra discurren las historias, los cuentos,
los atabales o para comer allí del “enorme caldero donde borboteaba el caldo de
un sancocho de carne de cerdo con toda clase de vituallas y baratujales”.
Donde se
habla, también, del maldito “lugarrúuu” que llegó con sus dientes brillantes, porque fue llamado por “Sebatiana”, para que como se dice ahora, resolviera y
la sacara de la soltería y de la pobreza, que es como un proyecto que contrasta
con la realidad, sueños grandiosos para superar lo que podíamos llamar modo de
vida corriente y es que por una “indelicadeza”, Sebastiana Soledad “se le
despegara, para siempre, el nombre”. Y comenzó a andar, cuenta Don Chacho, que va
casi enumerando los recuerdos con un relato desnudo, “todas las veredas, con
polvo del valle incrustado hasta los cabellos”, y se fue quedando cada vez más
sola, “¿Quién diba tené amistá con una mujé que tenía cuejtione con el
Diablo?”. Todos olvidaron su nombre y solo la recordaron como “Tierra Blanca”.
--Y un día
(¡ay, cará, lo que éj él Diablo), un día hubo un argumento por toa ejta tierra,
y con aguacero y tó, de lo monte salían uno chijpaso é candela, y dejde entonce
nunca maj salio Tierra Blanca..
Sí, máj
nunca salió Tieraa Blanca, ¡máj! Nunca.
Sombra
desde donde se puede, es posible, hilvanar una historia como la de “Nube Negra”
que se desplaza sobre la larga llanura, con un dolor callado, con “un sentir de
solamente humo la realidad del pecho”. “El caballo relincha al recuerdo de
viejas aventuras, y una sensación de libertad la inunda hasta los ojos”. La
verdad es que quisiera transmitirle casi todo este cuento, que más que cuento
es poesía, son sentimientos, es vida y muerte, es amor y recogimiento, es
descripción de paisajes y otra vez sentimientos y amor y asumir respeto al amor
imposible, arrebatado cuando el corazón ya desbordaba los límites del
sentimiento puro, y como “galope de relámpago”, “ “yo sé que su cuerpo iba, más
no sé qué caminos deambulaba, llorando, su alma”.
Juan La
Flor y Graciela no pudieron juntarse en el vínculo permanente, pero el destino
los juntó en un campadrazgo, como “para que un gran filo degollara la llanura”.
Quinito nos sorprende tantos años después de
su desaparición con una obra de juventud, su Opera Prima, reeditada pero que no
ha perdido nada de actualidad, pero sobre todo, como Ángel bueno que es, volado
en pos, como dice Lupo Hernández Rueda, de la creación y la búsqueda de la
belleza.
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