16 de noviembre de 2015

LECTURAS Y VIVENCIAS DE CARLOS DARÍO (Lunes 16 de noviembre, 2015)

Tierra Blanca

Por Carlos Darío Sousa S.*

Hace unos pocos días, Ángela, la hija de Ángel Hernández Acosta –Quinito-, me hizo llegar el libro “Tierra Blanca”. Editado por el Ministerio de Cultura el pasado año, y le agradezco sobre manera su presente, que es un recordatorio para que de ninguna manera olvide a Quinito.

Abraham Méndez Vargas, escritor, cuentista, poeta y que es como una “Oda sobre el Manglar Durmiente”, de muy sólida formación jurídica y gran conocedor de la obra de Quinito, es que me lleva a conocer la obra del escritor neybero, aunque Abraham sostiene que es damero, y que un 24 de Noviembre del 2005, fecha aniversario de su fallecimiento, presentamos en la Casa de la Cultura del CURSO, en un gran homenaje, mi escrito sobre la obra “Otra vez la noche”.

Quinito, y excúsenme que lo trate así con su apodo, y es más como símbolo de cariño, decía entonces, como un Ángel que sobrevuela sobre los escritores sureños y que debería estar presente sobre todos nosotros, pues sus aportes a la literatura, al lenguaje autóctono, a la geografía, a la cultura a la historia y al devenir de nuestra sociedad ahíta de creencias y de paisajes que estallan sobre todos los que habitamos por decisión propia estas tierras tan cerca de Dios, y qué bueno, tan lejos de la capital.

Es una constante en su obra los amaneceres, los atardeceres, las tormentas, los trillos, los animales, los amores y desamores, la lucha de hombres y mujeres, como Rosenda, casi por sobrevivir, frente a los hombres y mujeres que lo tiene todo y no padecen, como Don Laón, las miserias de la mayoría de las que vive. O los celos, la muerte, la sonrisa, el prostíbulo, la amistad, es decir todas las posibles vivencias humanas que quedan reflejadas en cada uno de su discurrir con ese sentir cadencioso, acompasado, en ese lenguaje fundamentalmente poético y descriptivo   de sus exposiciones.

Están los animales que tienen vida y que dialogan con su lenguaje propio con los humanos, los bueyes, como “Cañamaca”, los perros, como Danubio, que menean la cola en espera de su ración de huesos y vituallas,  los gallos, como “colablanca” y los árboles que nos dan sombras, y cubren los paisajes cercanos y en lontananza,  como arropándonos y protegiéndonos del mal, o que esas mismas sombras son simplemente refugios para contar historias y el cuento, para revelarnos los misterios de la noche o de los amaneceres, el tórrido medio día, o los de ese laberinto que se despierta cuando descubrimos el amor y los placeres de la carne, o cuando nos adentramos en el hilo de agua, del arroyo que pasa en los límites del pueblo surqueando entre las piedras y la falda se la loma.

Es que las sombras de un Guayacán, quizás por las fortaleza de su tronco, o porque sus flores atraen al petiguere y el petiguere nos trae igual que el viento las memorias, con su canto matinal, que contienen las historias de los lugareños desde el tiempo que no era más de un palmo casi solitario del Páramo de Chacho Milá, el dueño de la propiedad más grande de  “Tierra Blanca”, y hoy bajo su sombra discurren las historias, los cuentos, los atabales o para comer allí del “enorme caldero donde borboteaba el caldo de un sancocho de carne de cerdo con toda clase de vituallas y baratujales”.

Donde se habla, también, del maldito “lugarrúuu” que llegó con sus dientes brillantes, porque fue llamado por “Sebatiana”, para que como se dice ahora, resolviera y la sacara de la soltería y de la pobreza, que es como un proyecto que contrasta con la realidad, sueños grandiosos para superar lo que podíamos llamar modo de vida corriente y es que por una “indelicadeza”, Sebastiana Soledad “se le despegara, para siempre, el nombre”. Y comenzó a andar, cuenta Don Chacho, que va casi enumerando los recuerdos con un relato desnudo, “todas las veredas, con polvo del valle incrustado hasta los cabellos”, y se fue quedando cada vez más sola, “¿Quién diba tené amistá con una mujé que tenía cuejtione con el Diablo?”. Todos olvidaron su nombre y solo la recordaron como “Tierra Blanca”.

--Y un día (¡ay, cará, lo que éj él Diablo), un día hubo un argumento por toa ejta tierra, y con aguacero y tó, de lo monte salían uno chijpaso é candela, y dejde entonce nunca maj salio Tierra Blanca..

Sí, máj nunca salió Tieraa Blanca, ¡máj! Nunca.

Sombra desde donde se puede, es posible, hilvanar una historia como la de “Nube Negra” que se desplaza sobre la larga llanura, con un dolor callado, con “un sentir de solamente humo la realidad del pecho”. “El caballo relincha al recuerdo de viejas aventuras, y una sensación de libertad la inunda hasta los ojos”. La verdad es que quisiera transmitirle casi todo este cuento, que más que cuento es poesía, son sentimientos, es vida y muerte, es amor y recogimiento, es descripción de paisajes y otra vez sentimientos y amor y asumir respeto al amor imposible, arrebatado cuando el corazón ya desbordaba los límites del sentimiento puro, y como “galope de relámpago”, “ “yo sé que su cuerpo iba, más no sé qué caminos deambulaba, llorando, su alma”.

Juan La Flor y Graciela no pudieron juntarse en el vínculo permanente, pero el destino los juntó en un campadrazgo, como “para que un gran filo degollara la llanura”.


Quinito nos sorprende tantos años después de su desaparición con una obra de juventud, su Opera Prima, reeditada pero que no ha perdido nada de actualidad, pero sobre todo, como Ángel bueno que es, volado en pos, como dice Lupo Hernández Rueda, de la creación y la búsqueda de la belleza.

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