Por Carmen Imbert Brugal
Durante 12 años, Joaquín Balaguer sedujo con su palabra, que ya
no estaba encadenada. Justificaba las tropelías de su reino con retruécanos y
metáforas. Jugó con políticos presos y presos políticos, con Jerjes y las
Termópilas. Boabdil y Fidias, Homero y Augusto, aparecían al lado de los
incontrolables y de la sedición, que jamás ocultó que enfrentaría.
En el 1996, advino Leonel Fernández para
consagrarse como el último orador político. Tanto en campaña como en Palacio la
oratoria le permitió justificar y también encantar. Después, la impronta del
presidente Mejía. El “guapo de Gurabo” decidió ser su vocero, dueño de tinos y
yerros, de agravios y descalabros. Entonces el reclamo era el silencio. El
necesario. Para evitar más conflictos, para intentar calmar el enardecimiento
provocado por la incontenible locuacidad del gobernante.
En el 2004 volvió el discurso mayestático.
La cátedra que establecía distancia fascinaba, la erudición complacía. De nuevo
la reivindicación de Castelar. El caso del presidente Medina Sánchez es
distinto. Ocho años en la Cámara de Diputados validaron su condición de
estratega, el hombre de pactos y amarres, el político conocedor de sus bases,
logra la presidencia de la Cámara gracias al desempeño que le permitió el
reconocimiento de adversarios y pares. Jefe de campaña de Leonel Fernández,
luego poderoso Ministro y aspirante destronado, sabe que algunos no precisan el
podio para convencer. Es su estilo y no le ha ido mal.
Bastó que el presidente de la Sociedad
Dominicana de Diarios y director de “El Nuevo Diario”, expusiera la necesidad
de un encuentro entre representantes de los medios de comunicación y el
presidente de la República, para que los hacedores de consignas, ocupantes de
la plaza pública, asumieran y distorsionaran la solicitud. Ahora, el kit de
protesta incluye la exigencia de palabra. Que hable el presidente! es el grito
liberador. Reclamo de los rectores del proceder ciudadano. Esos que mandan sin
mandar pero medran, soplan y muerden. Cuando no los complacen, se desencantan,
el hechizo se desvanece y aquello que era virtud deviene en vicio. Atrás queda
la reivindicación de las oficinas de comunicación de Palacio, la importancia de
voceros autorizados. La petición de institucionalidad pierde lustre. Poco
importa la pauta constitucional. Quieren palabras e intromisión presidencial en
otros poderes del Estado.
El mandatario habló en la XXXIII Reunión
Plenaria de la COPPPAL. Los peticionarios del coloquio como espectáculo, no
acogieron el discurso.
El artículo 128 de la Constitución dispone
cuándo el Presidente, en su condición de jefe de Estado y de gobierno, debe
rendir cuentas. Cualquier otro intento de comunicar es opcional y dependerá de
las circunstancias. Complacer peticiones no es una premisa de la democracia.
Ratifica el presidencialismo exigir solo al presidente responsabilidad y
diálogo. El presidente tiene mucho poder, pero no todo.
La actitud del jefe de Estado no es casual,
obedece a su “verdad política” esa que define Javier del Rey Morató – “Los
Juegos de los Políticos”- como “lo que es útil”, conveniente. Verdad que no es
piadosa, pretende persuadir. También expone al peligro y el Presidente parece
que asume el riesgo. El estilo irrita a muchos que no logran sentar en las
poltronas de sus terrazas al jefe de Estado para sugerirle cómo gobernar.
La demanda de tantos bienintencionados debe
abarcar más, trascender el Ejecutivo, incluir al Poder Legislativo, Judicial,
Municipal. La queja continuará, ahora con el espaldarazo clerical. Después del
sermón falta el edicto de Embajada y la crónica de corresponsal. Quizás
entonces complazcan peticiones, aunque gobernar es más que complacer.
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