La sociedad no puede, pues, seguir delegando solamente en los partidos políticos la tutela de su desarrollo. Mantener esa delegación es confiarles esa delicada misión a entidades que hoy día tienen la peor reputación.
Por Juan Llado
A veces es tan grande la frustración causada al no atisbar solución a los grandes problemas nacionales, que un visceral deseo de resolverlos manu militari brota cual erupción volcánica. Los partidos políticos, quienes han sido responsables de los grandes cánceres que acogotan nuestro desarrollo, no se preocupan de proponer soluciones, aunque deban ser su tutela. Despojados hoy día de un vibrante sostén ideológico, sus energías se concentran en el proselitismo electoral para conquistar el poder y al diablo el país. Pero eso ya tiene que cambiar, aunque para ello se tenga que modificar la concepción del sistema.
Según una pedestre definición de Wikipedia, los partidos políticos son “entidades de interés publico creadas para promover la participación de la ciudadanía en la vida democrática y contribuir a la integración de la representación nacional.” Son una “asociación voluntaria perdurable en el tiempo dotada de un programa de gobierno de la sociedad en su conjunto.” De ahí que seleccionar los ciudadanos que integrarán el equipo de la tutela del desarrollo deba acompañarse de plausibles visiones sobre el mismo.
La
Ley No.1-12 de Estrategia Nacional de Desarrollo (END), “ordena establecer y
aplicar una regulación eficiente del funcionamiento de los partidos políticos y
mecanismos de monitoreo que aseguren el adecuado financiamiento, la
transparencia en el uso de los recursos y la equidad en la participación
electoral.” Nuestra Ley No.33-18 de Partidos, Agrupaciones y Movimientos
Políticos está inspirada en esa necesidad y misión. Su Artículo 13, acápite 5, incluye entre sus atribuciones “elaborar y ejecutar planes y programas
políticos, económicos y sociales que contribuyan a solucionar los problemas
nacionales en el marco de la transparencia, la honradez, responsabilidad, la
justicia, equidad y solidaridad.”
Es
decir, los partidos existen para, a través de su participación en la vida
democrática, viabilizar el desarrollo nacional y el bienestar de la población.
Sin embargo, nuestros partidos dedican su mayores esfuerzos a la selección de
miembros para los cargos públicos y soslayan la visión de desarrollo y los
medios de ejecución. Si bien es cierto que siempre elaboran sus “programas de
gobierno,”, también es cierto que estos no son consensuados entre la membresía
y se abandonan, cual basura inservible, tan pronto se accede al poder. Esos
programas tienden a ser reemplazados por las “metas presidenciales” y/o las
preferencias de los incumbentes de los cargos públicos.
La
mejor explicación de tal negligencia es la bifurcación de los intereses. Los
partidos gestionan con mayor ahínco los intereses individuales en desmedro de
su responsabilidad por los intereses colectivos. Por eso el proselitismo
partidarista se enfrasca en la lucha por las candidaturas; nunca se ha visto en
nuestro país que la lucha electoral sea centrada en la concepción de
desarrollo. Los debates presidenciales dejan mucho que desear en ese aspecto.
Para ilustrar los resultados perversos de tal práctica política basta con
perfilar cuatro cánceres nacionales que se han convertido en deleznables
retrancas del desarrollo producto del dolo partidario.
El
gran problema del ansiado Pacto Fiscal ilustra la mala práctica y desidia
partidarias. Ha sido la clase política la que, con su accionar irresponsable,
ha manipulado las finanzas públicas en busca de ventajas electorales y generado
la urgente necesidad de elevar la presión tributaria. Aun cuando hace más de
dos décadas que se ha venido advirtiendo esa necesidad, los partidos hacen caso
omiso y no aportan propuestas de solución. Su malicioso silencio esta
obviamente inspirado por el cálculo de evitar enojos, pero la negativa a
participar con propuestas en el debate hace daño a la nación.
Otro
gran problema es la crónica disfuncionalidad del sistema eléctrico y los
pesados subsidios que requiere. Mas allá de los apagones que han enfogonado a
la población pobre por tanto tiempo, transitamos por un eterno déficit de
energía que enclaustra las posibilidades del aparato productivo. El sobreprecio
de Punta Catalina es solo una mancha del pasado: lo más trascendente son las
pérdidas de las Edes. Ha sido el manejo político de estas distribuidoras lo que
ha frenado la inversión en el mejoramiento de sus redes y sus cobros y ha
sobrecargado la nómina con personal innecesario. Encaramos hoy un crecimiento
de la demanda de energía que no se logra satisfacer.
Otro
cáncer se aloja en el inframundo de nuestro sistema de educación pública. Las
pruebas internacionales dan cuenta de que nuestros estudiantes no están
asimilando los conocimientos que requiere nuestro aparato productivo y la IV
Revolución Industrial. El manejo político se ha entronizado hasta llegar al
colmo de que los maestros solo se preocupan por lograr incrementos salariales y
soslayan la calidad de la enseñanza. El cuerpo directivo del sistema público
esta gangrenado porque su filiación política es más importante que su
calificación profesional. Y ni hablar de los requisitos de la igualdad de
oportunidades a nivel territorial y de género.
El
otro pandemonio nacional que los partidos ignoran olímpicamente es el del
sector salud. Tenemos 1,648 centros de atención primaria que no cumplen
cabalmente su misión porque no disponen del personal adecuado ni consiguen el
mobiliario y equipo requerido. Como el 80% de las atenciones médicas demandadas
podrían atenderse en esos centros, su incapacidad acogota innecesariamente los
hospitales públicos y crea enormes problemas logísticos a la población. A eso
se añade que nuestro gasto en salud es solo de 1.9% del PIB, cuando en América
Latina el promedio es un 6%. Los partidos no dicen como lograr la mejora ni se
interesan en definir la configuración del Sistema de Seguridad Social (si de
reparto, de capitalización individual o mixto).
Estos cánceres configuran un tétrico panorama de los pilares fundamentales del
desarrollo, lo cual desafía a un presidente cargado de buenas intenciones. Los partidos se niegan automáticamente, cual práctica política convencional, a arrimar el hombro participando activamente en la búsqueda de soluciones. No sorprende entonces que, de acuerdo con Latinobarómetro 2020, la institución de la democracia en que menos confianza tienen los ciudadanos de América Latina es precisamente en los partidos políticos (ver gráfica). Esa desconfianza amerita que se busque una formula nueva para asegurar que los partidos cumplan, en general con sus atribuciones electorales, y en particular en la búsqueda de soluciones a los más acuciantes desafíos del desarrollo nacional.
Una
tormenta de ideas puede, por supuesto, producir muchas sugerencias de como
espolear a los partidos para que se involucren genuinamente en la búsqueda de
soluciones a los problemas nacionales. Algunas podrían estudiarse más a fondo
porque parezcan viables, otras deberán echarse al zafacón por ser inviables. La
propuesta de quien esto escribe es que le presentemos a los partidos una
competencia institucional creíble. Mas concretamente, que organizaciones no
partidistas de la sociedad civil participen en las elecciones y figuren como
los supervisores/monitores de los partidos. Bastaría con que una o varias
organizaciones de la sociedad civil obtengan el reconocimiento de la JCE como
“agrupación” para que puedan participar.
Por
ejemplo, si Participación Ciudadana y FINJUS se presentaran conjuntamente como
una alternativa a los partidos en las votaciones presidenciales –sin presentar
ningún programa o propuesta de gobierno-- la población podría expresar su
descontento votando por la opción de la sociedad civil. Sería un voto de
rechazo abierto a los partidos en vez de un voto de rechazo oculto. Para que
esta alternativa esté al alcance de los electores, nuestro Junta Central
Electoral podría autorizar, mediante una resolución al efecto, la inclusión de
una boleta de una o varias organizaciones de la sociedad civil. En dicha boleta
se podría proveer al elector varias posibles motivos que justifiquen su
elección de esa boleta y así se podría saber, al compilar y analizar los datos,
las razones del rechazo a los partidos. Eso le proveería a ellos una guía para
su propio mejoramiento.
Algunos
argumentarán en contra de esta herramienta de monitoreo, citando la incapacidad
del ciudadano común para albergar opiniones bien documentadas. No es seguro que
el ciudadano conozca las organizaciones de la sociedad civil ni tampoco que
esté claro acerca de su propia queja contra los partidos. Pero esto podría
paliarse con una campaña publicitaria antes de la contienda. Lo importante es
que haya una competencia contra los partidos y que estos eventualmente mejoren
su accionar respecto a su participación en las cuestiones del desarrollo. Su
visión pública del desarrollo debe figurar entre sus más importantes
preocupaciones.
La gráfica adjunta muestra que los partidos merecen el más bajo nivel de confianza de los ciudadanos latinoamericanos entre diferentes instituciones. Un análisis del Ministerio de Economia sobre el nivel de confianza en nuestras instituciones, arrojó el más alarmante dato de que un 65% de los encuestados no tienen “nada” de confianza en los partidos, la institución de menos prestigio.
La
sociedad no puede, pues, seguir delegando solamente en los partidos políticos
la tutela de su desarrollo. Mantener esa delegación es confiarles esa delicada
misión a entidades que hoy día tienen la peor reputación, las que le merecen la
más baja confianza. Estamos, pues, compelidos a mejorar el sistema de partidos
introduciendo un mecanismo para su evaluación. Afortunadamente, Seneca nos legó
el siguiente aforismo: "No nos atrevemos a muchas cosas porque son
difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos."
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