Por Juan Llado
El año pasado sufrimos los embates vesánicos
de una campaña mediática que disminuyó el flujo de turistas y sus
correspondientes ingresos. Este año asoma con cabeza de medusa el espectro
funesto de un virus que amenaza con visitarnos sin permiso. Pero mayor
preocupación debe producir la ominosa posibilidad de que no salgamos airosos
del presente proceso electoral. La inesperada cancelación de las elecciones
municipales y las airadas protestas subsecuentes, podrían descarrilar el sector
turístico y sumir nuestra economía en un lacerante remolino económico.
En el pináculo de las conquistas figuró
la declinación presidencial a una nueva postulación, lo cual estuvo precedido
por otros grandes logros. Entre los que permitían abrigar esperanzas de una
mayor institucionalización figuraban una separación por oficio de las
elecciones, la separación de los organismos electorales (lo contencioso versus
lo administrativo), una mayor participación de las mujeres, un voto en el
exterior, un voto preferencial, unas nuevas leyes de partidos y de régimen
electoral, la celebración de primarias en los partidos, un más bajo nivel de
violencia en las campanas y una composición auspiciosa del pleno de la JCE.
Sin embargo, todo comenzó a despedir un
hediondo tufo con el primer uso del voto automatizado en las primarias.
Deslucieron la contienda electoral los vicios ancestrales de la compra de
votos, el descarado uso de los recursos del estado con fines proselitistas, una
avasallante publicidad del partido en el poder y veladas amenazas a los
empleados públicos que no votaran por su empleador.
Posteriormente, una miríada
de impugnaciones ante el TSE y un furibundo cuestionamiento a la idoneidad del
voto automatizado, causaron odiosas fricciones, tanto entre los partidos como
entre los agraviados y la JCE.
Afortunadamente, eso fue seguido por una serie
de medidas que lograron calmar los ánimos y viabilizar la celebración de las
elecciones municipales.
Para ese certamen se habían
dado firmes pasos de aseguramiento electoral. La JCE complació varias de las
peticiones partidarias y segregó la modalidad del voto entre lo manual y lo
digital. También realizó las auditorias solicitadas y acogió a instituciones
internacionales y observadores externos para acompañar las votaciones. La
maldad, sin embargo, campeó por sus fueros y el voto automatizado fue saboteado
hasta postrarlo inservible e invalido. Fue atinada la medida de la “suspensión”
de las elecciones para ambas modalidades de votación, aunque tal vez debió
tomarse la noche antes. Los partidos fueron notificados debidamente con
anterioridad sobre el entuerto y la JCE no pudo, aun con su acompañamiento,
resolver el problema para evitar la suspensión. El acontecimiento, al ser
inédito desde la tiranía, ha conmocionado al país.
Lo que siguió y todavía sigue, ha sido un
pandemonio de quejas y malsanas acusaciones. De nada sirvió la alocución
presidencial que dió garantías de apoyo al debido proceso de ley, despejando de
paso la duda de si la coyuntura se usaría para perseguir una modificación
constitucional que viabilizara la postulación presidencial. Un novedoso y
prometedor fenómeno ha sido el surgimiento de pacificas manifestaciones de
descontento por parte de la juventud y la clase media en varias ciudades del
país. Pero a pesar de que la solicitud del gobierno a la OEA para que acometa
la investigación imparcial de lo sucedido, la indignación de la población ha
sido tan intensa que sería arriesgado asumir que lo que resta para las nuevas
elecciones del 15 de marzo, continuará sin hechos que lamentar.
Y es que esta coyuntura de nuestra vida
política es un verdadero parteaguas para la salud de nuestra principal
industria, el turismo. Si el descontento de la población se traduce en
quemadera de gomas en las calles, tiroteos policiales contra los manifestantes
y otros hechos de violencia, es seguro que la prensa internacional tomará nota y
lo proyectará a nuestros principales mercados emisores de turistas. Huelga
decir que la imagen del país se vería otra vez en la picota del mercado
turístico internacional y que las consecuencias serían predecibles. Quedaría
claro, lamentablemente, que la vulneración de la institucionalidad democrática
es un prerrequisito esencial para la
estabilidad y el auge de la industria.
El Caribe es una región de ensueño para
millones de turistas vacacionales. Especialmente durante el invierno, sus
playas y su idílico trópico son imanes irresistibles para quien busca disfrutar
del dolce far niente.
Pero la paz social imperante en sus islas es el indispensable basamento de su
atractiva imagen. Por eso, la crisis electoral por la que atraviesa el país ha
infundido un callado pánico. Hasta ahora hemos logrado salvar el pellejo
turístico, pero el peligro no ha pasado y las lecciones de la crisis deben
ayudar a blindar nuestra imagen como un ideal destino turístico.
Un dislocamiento político sería fatal para
nosotros en esta coyuntura. Los mismos hoteleros dan cuenta de que empezamos a
recuperar el ritmo de crecimiento del flujo que se vió afectado el pasado año.
Las noticias de nuevas
inversiones hoteleras copan a diario los boletines, junto al positivo
crecimiento de las llegadas de cruceros y la multiplicación de las conexiones
aéreas. Solo dos proyectos de la costa este prometen añadir unas 18,000
habitaciones a nuestro inventario hotelero: Anex Tour con 9,000 en Macao y Wynn
Resorts con otras 9,000 en Punta Cana. Hasta el somnoliento aeropuerto de
Barahona por fin será usado por una empresa extranjera para reparar aviones. El
auge del sector es indiscutible.
Es tiempo de que hagamos conciencia de la
enorme fragilidad de la industria turística que nos gastamos. No solo son los
acontecimientos geopolíticos, el terrorismo y los vaivenes económicos del mundo
que podrían ser choques costosos para la misma, sino las condiciones internas
que garantizan la estabilidad política y la paz social. Sin estos dos últimos
ingredientes, habría que admitir que el epitafio del mal turístico tendrá que
ver con la débil institucionalidad democrática. “Sin democracia no hay paz”, decía una de las pancartas de los jóvenes manifestantes en la Plaza de la
Bandera y sin paz tendríamos que remontar una pendiente enjabonada para atraer
turistas.
Ojalá y en ese epitafio no
aparezca como principal responsable el liderazgo nacional, tanto el político
como el de la sociedad civil. Los responsables no serán los líderes del sector
turístico. Caminemos con cuidado para consolidarla y así asegurar que continúe
el auge del prometedor sector turístico.
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