Por José Ricardo Taveras Hernández
A partir del 2002 se puso de moda, como ocurre de tarde en tarde, la consigna
de que había que “destrujillizar” la Policía Nacional, adecentarla. Fue votada
la Ley 96-04 y doce años después, por los mismos motivos, pretendimos
reformarla nuevamente a través de la ley 590-16, y aún así, la sociedad
dominicana todavía no percibe que ello auspiciara una cultura diferente en el
cuerpo del orden.
La asamblea revisora del 2010,
proclamó la protección del bien jurídico de la vida desde la concepción hasta
la muerte, desde entonces, el Congreso ha retrasado la aprobación de un nuevo
Código Penal, simplemente porque el Gobierno ha observado la ley bajo presión
externa para establecer el aborto por las tres causales, sin importar que con
ello se lleven de encuentro lo que previamente ha sido decidido por la norma
sustantiva. De igual modo, es claro que la reelección está prohibida por la
Constitución y que modificarla para establecer lo contrario está supeditado a
un referéndum, y a pesar de contar con un Tribunal Constitucional (TC), éste
retrasa sus decisiones para que, una vez consumada la violación, le faltara el
valor de hacer prevalecer ese mandato a futuro.
En fin, somos probablemente el único
país donde se ha hecho una ley para violar la Constitución y una sentencia. La
obediencia o el temor a los intereses de cualquier laya, hace que por muy
separados y autónomos que se presume sean las órganos, éstos renuncien a su
propio poder y nos hagan vivir en la farsa de una democracia idealmente
sustentada en pesos y contrapesos que en la práctica son macondianos.
Es en ese contexto, llamémosle
cultural, que pretendemos una nueva ley de partidos y modificar la electoral,
que en nuestro imaginario vendría a resolver todas las desviaciones del sistema
político, como por arte de magia, sin siquiera preguntarnos por qué y para qué
lo hacemos.
Comparecemos a esta cita con
algarabía, nos seduce el pleito entre los principales líderes del PLD y el
chispero que produce el gruñido de rieles que encausan un tren que a todas
luces va perdiendo el control, las gradas, concentradas en la pelea de los maquinistas,
no advierten la desgracia general, nos entretiene más el duelo que el peligro.
Se dice que el presidente no quiere
llegar a la terminal donde se supone debe ser relevado porque el tema es que,
si hay relevo, que sea cualquiera menos Leonel. Un mar de pasiones azuza las
contradicciones y no permite que se adviertan las alertas rojas que ordenan un
cambio de rumbo que evite un descarrilamiento de pronósticos reservados, pero
nada vale, maquinistas y pasajeros han convertido el tren en una gallera.
El continente arde, Odebrecht pone en
capilla ardiente la confianza en el sistema político de toda América Latina, el
cual, a su vez, desfallece en cuidados intensivos, enfermo por sus incosteables
prácticas populistas y clientelares, un cáncer agresivo, adicto al
indispensable dinero que facilita el conveniente “equilibrio” para sostener el
poder. Pero el cuadro clínico no llama la atención, la única terapia es la
transparencia y abaratamiento sincero del financiamiento, para resucitar la
confianza y alejarlo de la infección de los intereses, pero la gallera se
impone, el debate es primarias abiertas o cerradas.
El Gobierno sordo, ciego y mudo no se
detiene, preguntándonos a veces si realmente existe la voluntad de regulación
de los partidos o se busca que el debate se trague las posibilidades de que así
sea y, si ha de haber ley, que las primarias serán abiertas llueva, truene o
ventee, aunque se descarrile el tren.
Conforme al artículo 209 de la
Constitución, en principio asistiremos a dos asambleas electorales en el 2020,
una en febrero para las autoridades municipales y otra en mayo para la
presidencia, vicepresidencia y legisladores, eso, si no tenemos que asistir a
una segunda vuelta; en ellas serán electas 4,836 autoridades, desde el
presidente, hasta los vocales de distritos municipales. De decidirse que serán
primarias abiertas, de 26 partidos autorizados, imaginemos que comparecen 5 y
que hay un promedio de 5 aspirantes por posición en cada partido, lo que
implica que la Junta Central Electoral (JCE) contabilizará 24,180 candidaturas
simultáneas por partido, o sea, 120,900 en total, no lo quiero ni imaginar.
A esto se une que la propia JCE ha
adelantado que tendrán un costo de 5 mil millones de pesos, sin contar lo que
el financiamiento público conllevaría a favor de los partidos y el
resentimiento habitual de la economía en los procesos electorales, con unas
primarias donde el que tenga mayor capacidad de movilización de sus electores
es el que tiene garantizado el éxito, por lo que, la única regla posible será
“que el que tiene más saliva, coma más hojaldres”; escenario maravilloso para
los intereses, las mafias y el narcotráfico. Es decir, debemos prepararnos para
gastar, mínimo, unos 15 mil a 20 mil millones de pesos en los tres o tal vez
cuatro procesos a los que asistiremos, más los efectos postraumáticos derivados
de la papeleta que mató a menudo, así como la crisis de identidad de los
partidos que nos coloca en la antesala de la ley de lemas que hundió la
política argentina en una crisis que aún no supera.
¿Qué cerramos y qué abrimos con las
primarias abiertas? No se sabe a dónde iremos a parar, aunque el proyecto
establece reglas para el financiamiento, me parece que la discusión al respecto
no es suficiente ni sincera, lo que sí es seguro que nos abrimos a la
profundización de la prostitución del sistema político, en el momento en que la
responsabilidad de todo el liderazgo nacional debe concentrarse en la
restauración de la confianza, para cerrar la posibilidad de que el tren vaya
caer en el abismo.
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