Por Nélsido Herasme
En esta Semana Mayor, donde los cristianos conmemoramos la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, la ocasión es propicia para reflexionar,
acerca del aporte de nuestros mártires religiosos en América y el mundo y rogar
a Dios para que pronto llegue la redención a nuestra patria.
Qué bien parecidas son las muertes de Jesús y la de Romero, la del
Primero en Jerusalén, y la del arzobispo y beato de El Salvador.
El pasado 24 de marzo se cumplieron 37 años del asesinato del profeta y
beato de América, monseñor Oscar Romero, arzobispo católico y pastor
salvadoreño.
Igualito que al Nazareno, a Romero lo asesinaron las élites dominantes
de El Salvador, que en la defensa de sus escandalosos privilegios, pretendían
ahogar en sangre los más caros sueños y aspiraciones del pueblo.
Romero fue un cura que supo, desde el púlpito y en su condición de
hombre de Dios, identificarse y hacer voto de obediencia y castidad ante su
pueblo.
Para esta época, a Jesús lo
mataron por ser hijo de Dios, y a Romero por predicar el evangelio de liberación de su pueblo
El obispo brasileño, Pedro Casaldáliga, dijo que “la muerte de Romero se
hizo vida nueva en nuestra vieja iglesia y que por ello nadie hará callar su
última homilía”.
Recordamos las homilías dominicales del arzobispo desde su púlpito de la
catedral de San Salvador, las que se transformaron, en el evangelio vivo y
buenas nuevas para los pobres, tal como lo predicó Jesús, con una radicalidad
que al Maestro de Nazaret le costó la vida a manos de la soldadesca romana.
Romero asumió a su prójimo como su verdadero hermano, llegando a decir
que “los pobres me enseñaron a leer el evangelio”.
El obispo de San Salvador cayó abatido en manos de los escuadrones de
la muerte, en el marco de una misa que oficiaba en un hospital de cancerosos. En
múltiples ocasiones, Romero tuvo personalmente que participar en funerales de
religiosos, a quienes los escuadrones de la muerte masacraban en plena labor
pastoral, siendo la más dolorosa para él la muerte del sacerdote Rutilio
Grande, quien particularmente lo asistía en cada una de las misas que ofrecía y
actividades que realizaba.
Monseñor Romero, viendo el maltrato a su pueblo, decidió confrontar
abiertamente a los verdugos de su rebaño..
Previo a su muerte, Romero recibió amenazas de muerte, a lo que respondía:
“A mí me podrán matar, pero la voz de la justicia nadie la podrá callar”.
En momento en que las huestes asesinas ametrallaban a su pueblo, encontraron
en su camino la voz moral y espiritual de su pastor: “En nombre de Dios, pues, y
en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día
más tumultuosos, les pido, les ruego, les ordeno, cese la represión”.
Romero cayó luchando y combatiendo con la única arma que tenía, la
verdad. Hoy, un segmento importante de la población latina lo consagramos como “San
Romero de América”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
La Caracola agradece su disposición de contribuir con sus comentarios positivos, siempre basados en el respeto a los demás y en la ética de la comunicación popular.