1 de septiembre de 2015

Una Cuestión Grave

(Esto fue publicado hace 128 años, y parece que es de hoy) 

Enviado por Carlos Diloné

En nuestro número anterior denunciamos en un suelto intitulado “Nos invaden”, el abuso que se está cometiendo con el establecimiento de tiendas de mercancías, importadas de Haití, en los campos, no ya de los pueblos fronterizos, sino en los de la misma común de Azua. 

Es este un asunto tan grave que nos obliga a llamar otra vez la atención del Gobierno. 

No creemos que sea ni justo, ni admitido siquiera, el ejercicio de una profesión comercial que no paga contribución de ninguna especie.
Sabido es que en los pueblos de Bánica, Las Matas, San Juan, El Cercado, Neiba, Las Damas y aun el mismo Barahona, la mayor parte del consumo de géneros y provisiones extranjeras que se hace son importadas y traídas allí de los puertos haitianos. 

Las circunstancias siempre apremiantes de nuestra política interior, de esa política de intereses personales, ha ocupado la atención de la mayor parte de los gobiernos, y por esa causa, raros han sido los que se han dado a pensar en ese mal que poco a poco nos va invadiendo y que si no le ponemos coto acabará por causar la muerte de una gran parte de nuestro comercio en la República. Hoy, como ya lo dijimos al tratar este asunto, los vendedores de mercancías traídas de Haití han invadido la común de Azua. Además de que no pagan al fisco un centavo esas mercancías, tampoco pagan el impuesto de patentes; de modo que es imposible que nuestros comerciantes, al vender las suyas, importadas por los puertos de la República, puedan competir en precio con esos mercaderes ambulantes que vienen a nuestros campos. 

Las autoridades haitianas de los pueblos fronterizos impiden con toda severidad que los habitantes de Haití traigan a vender su café a Barahona, a Neiba, o a cualquiera otro de nuestros mercados, y en cambio los mercaderes haitianos venden sus mercancías y compran todos nuestros frutos, como cera, resina, cueros, caoba, &a. Estos artículos van luego a embarcarse para los mercados extranjeros por los puertos de Jacmel, Port-au-Prince y el Cabo, y como es natural en aquellas aduanas pagan los derechos que deberían pagar en las nuestras. 

Podemos citar ejemplos de las veces que el jefe de Pont Verette ha mandado a detener las recuas cargadas de café que se dirigen a Neiba o a Barahona, por pagarse más caro el café en cualquier punto dominicano que en Haití. Y, si los haitianos no permiten ni siquiera el comercio en las fronteras desde el instante en que cercene en algo las contribuciones que se pagan a su fisco, ¿por qué nuestras autoridades no hacen lo mismo, impidiendo la venta de esas mercancías en nuestros campos? 


El tratado domínico-haitiano, como lo dijimos en el suelto anterior, no puede servir de apoyo para tolerar el abuso de que nos inunden de mercancías traídas de las ciudades haitianas; pues ni el tratado autoriza a esto, ni tampoco se puede decir esté hoy vigente el dicho tratado. Los haitianos no han pagado los 150 mil pesos anuales de la indemnización que se estipuló en uno de sus artículos, ni los artículos que en él se refieren al tráfico, autorizan a que este tráfico sea en otros pueblos que están lejos de las fronteras. 

Creemos, pues, que el Gobierno debe tomar sus disposiciones para impedir el abuso que denunciamos, y que mientras tanto, los ayuntamientos de esas localidades impongan patentes crecidas a los comerciantes que venden mercancías importadas de Haití y también les cobren la patente como especuladores en frutos de exportación. 

Nuestros ilustrados colegas de la prensa nacional deben hacerse cargo del mal que amenaza destruir gran parte de nuestro comercio, y alertar del mismo modo que nosotros, al Gobierno en una cuestión tan grave como la presente. 

El Eco de la Opinión, No. 400, 
14 de mayo de 1887.

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