Por Juan Llado
¿Es la integridad, en el perfectible ser
humano, una utopía? ¿Abundan los hombres íntegros, cual rara avis, en la política?
¿Optan los íntegros por refugiarse en la soledad frente a sus fracasos? La vida
de Juan Pablo Duarte, un icono de integridad en la historia nacional, podría
arrojar luz sobre estas portentosas interrogantes. La reciente obra del destacado
historiador Roberto Cassà, “Antes
y después del 27 de febrero” (2016), al reseñar la actuación del patricio
en torno a la gesta de la independencia, ayuda a mejor evaluar y valorar la
virtud congénita de su integridad.
Los diccionarios definen la integridad como
una cualidad de entereza moral. Wikipedia nos aclara: “Una persona
íntegra es aquella que siempre hace lo correcto, lo cual
significa hacer todo aquello que consideramos bien para nosotros y que no
dañe a otras personas.” En el contexto político, tan sublime requisito se
asocia con la probidad. “Si entendemos que la integridad
política es la capacidad de obrar con rectitud y
limpieza, donde cada acto, en cada momento se alinea con la honestidad, la
franqueza y la justicia, tenemos la base para una nueva generación de
estilo político.”
Pocos dudaràn que Duarte
representó fielmente ese nuevo estilo. Su excepcionalidad, por
supuesto, la consagra el orden superior de sus ideales. Pero la integridad
del Duarte de carne y hueso debe ser comprobada sobre las bases concretas de
los hechos. Para ello es necesario discurrir sobre la formación de su identidad
dominicana, los ideales políticos que lo inspiraron y su pensamiento y
accionar. El análisis no puede aquí recorrer todas las circunstancias y
episodios, pero basta con que se citen algunos de los puntos luminosos de su
ciclo de vida.
Patín Veloz, en su Duarte y la Historia (2013), afirma
que “todo parece indicar que en el hogar de Duarte los intereses patrióticos y
los políticos no eran los principales en la primera época de su vida.” Pero
Cassà argumenta que “con el tiempo entre los dominicanos se fue consolidando un
nuevo tipo de sentimiento de identidad común, superpuesto a los previos, que
redundaba en una noción de pertenencia. En la medida en que la República de Haití no tomó en cuenta la diversidad étnica y socio-cultural de la población
dominicana, resultó inevitable que se fueran afianzando criterios de comunidad vis a vis la población
haitiana en su conjunto.” Duarte habrá bebido de ese envolvente caldo de
cultivo de la identidad nacional.
La conciencia de ser diferente al haitiano
probablemente emergió en Duarte cuando su padre, un próspero comerciante, se
negó a firmar un documento que le daba la bienvenida a la ocupación haitiana.
Los motivos están pendientes de precisar: ¿sería algún racismo de ese
inmigrante español o una defensa contra la competencia comercial haitiana? Pero
el episodio que realmente catalizaría en Duarte su identidad ocurrió a los 16
años, durante su viaje hacia Norteamérica. Cuando el capitán de la embarcación
le endilgó socarronamente el mote de “haitiano”, él le aclaró airadamente ser
dominicano.
Cassa dice: “A medida que se iban conformando,
los estratos urbanos burgueses encontraban en el régimen haitiano un
impedimento para la realización de sus intereses materiales.” Pero Cassà reconoce que estos solo crearon las condiciones para que el altruismo de Duarte
fructificara en la lucha por la independencia. La mejor prueba de que su lucha
no obedecía a un propósito mercurial, fue que sacrificó dos veces el patrimonio
familiar para apoyar esa lucha. Y de su integridad política sobresalen como
pruebas irrefutables las dos veces que declinó la presidencia para evitar la
discordia entre los que seguían sus directrices libertarias.
Los historiadores reconocen que Duarte
desarrolló sus ideales altruistas durante su estadía en Europa, al abrazar el
romanticismo imperante en las capitales de los países visitados. “Esta
doctrina, de naturaleza compleja o ecléctica, se distingue, entre otras cosas,
por su lirismo, su individualismo y el predominio de la sensibilidad sobre la
razón.” Su condición de masón y cristiano derivó entonces en un genuino apego a
la democracia liberal, lo cual tradujo en los ideales de libertad, igualdad de
derechos, justicia social y fraternidad multirracial. No hubo fisuras en el
pensamiento y accionar que avaló siempre esos ideales y de ahí su acrisolada
integridad.
La pasión de Duarte por la libertad tuvo su
expresión cimera en el indeclinable afán por crear una patria libre y soberana.
La consagró primero con el lema trinitario de Dios, Patria y Libertad y la
mantuvo con su rechazo a la esclavitud. Su accionar libertario se vio tachonado
por su arrojo en la clandestinidad, la lucha bélica contra los huestes de Boyer
justo antes de su primer exilio y al plantarse con firmeza contra el
autoritarismo de Santana en la intentona de golpe del 9 de junio del 1844. Por
la libertad también se ofreció, sin éxito, a combatir a los haitianos en Azua
y, posteriormente, a los españoles en la guerra de la Restauración.
Duarte no protagonizó actos específicos sobre
la igualdad de derechos entre todos los ciudadanos. Pero su ferviente adhesión
a ella lo llevò a ungir la ley como divisa indispensable de la sociedad. En su
proyecto de Ley Fundamental lo expresó en su primer artículo: “Ley es la regla
a la cual deben acomodar sus actos, así los gobernados como los gobernantes.”
En el Art. 20: “La nación dominicana esta obligada a conservar y proteger por
medio de sus delegados y a favor de leyes sabias y justas, la libertad personal,
civil e individual, así como la propiedad y demás derechos legítimos de todos
los individuos que la componen; sin olvidarse para con los extraños (a quienes
también se le debe justicia) de los deberes que impone la filantropía.”
Sobre la justicia social, Patín Veloz afirma:
“Duarte, que como cualquiera de nosotros sabìa que la justicia es la virtud que
nos impulsa a darle a cada cual lo que en derecho le pertenece, pero para el es
algo tan importante que la considera como el primer deber del hombre y el fundamento
de la felicidad social.” “Jamás se mostró partidario de que hubiera
una clase que tuviera privilegios políticos o económicos y su afán de justicia,
de libertad y de concordia, lo llevó a desear la unión de todos los
dominicanos, sin tomar en cuenta la clase a que pertenecieran.”
Su valoración de la fraternidad multirracial
la consagró en su respeto por el pueblo haitiano, al decir, aunque no
considerara posible una fusión entre dominicanos y haitianos: “Yo admiro al
pueblo haitiano desde el momento en que, recorriendo las páginas de su
historia, lo encuentro luchando desesperadamente contra poderes excesivamente
superiores, y veo como los vence y como sale de la triste condición de esclavo
para constituirse en nación libre e independiente.” Luego refrenda ese credo en
su poema El Criollo:
“los blancos, los morenos, los cobrizos y los cruzados, le mostraràn al mundo
que eran hermanos.” Por eso rechazó tajantemente la creación de una
aristocracia y la instauración de un coloniaje.
No debe sorprender que, al ser desterrado a
perpetuidad en septiembre del 1844, a los 32 años, Duarte optara por aislarse en
un recóndito lugar de la selva amazónica venezolana. La resultante desconexión
de su patria y de su familia durante ese autoimpuesto exilio en San Carlos de
Rio Negro (Estado de Apure) tampoco fue un acto catatónico ni esquizofrénico.
Es más probable que fuera el producto de la amargura que causaran los aprestos
anexionistas y el despotismo de Santana. Ese dolor cobrò fuerza cuando en 1864,
ante el nefando escepticismo de los líderes de la Restauración sobre los
motivos de su regreso al país, optó por regresar a Caracas y permanecer allí
hasta su muerte.
¿Fue el claustro de soledad de Duarte en Rio
Negro, imaginado por Bernardo Vega en su magistral cuento inédito El Trasterrado, un desencanto
similar al de Bolivar, cuando èste se retiró a Santa Marta? Si como creía
Dostoyevski, el sufrimiento limpia el alma, ese aislamiento de Duarte pudo regenerar
su utopía e impulsarlo a regresar al país en el 1864 a
ofrecerse como soldado en la guerra restauradora. La reincidencia en la
persecución de sus ideales es prueba incontrovertible de integridad política y
su aislamiento de doce años en la selva venezolana, una flaqueza pasajera de su
sensibilidad patriótica. También los íntegros pueden abrazar la soledad como
ritual de limpieza.
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