Por Juan Llado
Un reciente y antológico AM
de Diario Libre, afirmó que Juan Bosch pretendió elevar con su
partido, a través de una educación política sistemática, los niveles de
conciencia de la pequeña burguesía para combatir los lastres de la sociedad y
favorecer la liberación nacional. Sin embargo, el citado AM concluyó: “Lo que
estamos observando en estos días es el fracaso de Bosch y peor será si en estas
condiciones el PLD se mantiene en el poder.” Procede entonces preguntarnos si la
culpa de nuestro atraso es solo de ese partido o remite a toda la clase
política. Si su ineptitud para liberarnos se debe a su inadecuada preparación,
los políticos tendrán que credencializarse.
En gran medida, esta crisis de credibilidad de
los partidos viene espoleada por la corrupción en que están enmarañados. De
acuerdo a Transparencia Internacional y su Barómetro Global de la Corrupción en America Latina y el
Caribe del 2019, el país figura en el segundo lugar, después
de Venezuela, como el más corrupto de América Latina. Un 66% de los encuestados
en el país reportò que la corrupción aumentó en el último año y un 72%
sostuvo que el gobierno está fracasando en la lucha contra la corrupción. Otras
encuestas locales han encontrado que ese
flagelo figura entre los principales problemas que
confronta la ciudadanía. No sorprende que el BID
haya clasificado al país entre los de mayor ineficiencia en el manejo del
gasto público.
Con este pésimo baldón reputacional entonces,
la clase política es en gran medida responsable de la pobreza y el insuficiente
progreso de la sociedad dominicana. Ella es la principal protagonista del
desarrollo nacional, ya que detenta la tutela del Estado y este juega el
principal rol direccional del país. La calidad del desempeño de la clase
política en la conducción de los asuntos públicos debe, por tanto, ser un tema
medular del debate desarrollista (especialmente ahora que el CONEP está
pidiendo una revisión de la Estrategia Nacional de Desarrollo). Así como la
calidad del gasto fiscal y la calidad de la educación son hoy día grandes
llagas en la picota publica, así también debe cuestionarse la calidad de la
gestión política de nuestra sociedad.
¿Cómo mejorar el desempeño de la clase
política? ¿Cómo evitar que caiga presa de la corrupción, de la indolencia
social y de los abusos de poder? Bosch pretendió que sus Círculos de Estudio
conjuraran las deficiencias de formación de la militancia partidista. Pero como
señala el AM de Diario Libre, los resultados sugieren que ese método fracasó
estrepitosamente. Habría entonces que evaluar los factores responsables del
fracaso de ese método pedagógico, es decir, el pènsum, los docentes, el ambiente
de aprendizaje, las practicas educativas, la orquestación de la experiencia
educativa, etc. Ni la efímera existencia de los Círculos, ni la docencia del Instituto
de Formación Política del PRM se han traducido en mejores políticas públicas ni en
idóneas gestiones administrativas.
Lo mismo aplica a la militancia. Aunque esta
no juega un papel tan importante en la conducción de los asuntos públicos, una
militancia con una acendrada cultura cívica pudo haber influido
significativamente. Pero el hecho de que los Círculos se abandonaron hace
tiempo y de que la matricula del PLD se ha masificado, determinan en gran medida
que esa “cultura cívica” brille por su ausencia. Si la educación política
pretendida por Bosch no caló en los dirigentes de la pequeña burguesía, menos
ha logrado con las masas irredentas de la cultura de la pobreza. Los dirigentes
han tenido mayor éxito en la propalación entre ellas de la cultura de la
corrupción.
Aquí y en toda América Latina no afloran programas
exitosos para la formación de dirigentes políticos y mucho menos para la
militancia. La formación de la clase política casi siempre parte, en el mejor
de los casos, de ideologías (revolucionarias) o, cuando sus dirigentes sienten
vocación de servicio público, de ideales personales que aspiran a mejorar la
sociedad.
Algunos dirigentes estudian ciencias políticas en las universidades,
pero sus habilidades y destrezas académicas raras veces se truecan en liderazgo
político efectivo, terminando casi siempre en la docencia universitaria. Las
habilidades y destrezas de los políticos se fraguan en la lucha partidaria,
donde con frecuencia se practican las malas artes y se desdeña la ética.
Nadie que aspire a posiciones de poder dentro
del Estado se prepara formalmente para ocuparlas. Es en el proceloso devenir de
la lucha partidaria y de las contiendas electorales que se adquiere una
formación política, sin que con ello se eleve “el nivel de conciencia” para
lograr un idóneo desempeño en los cargos públicos. ¿Producen estos procesos de
formación las capacidades adecuadas para formular la política pública y
administrarla adecuadamente? ¿Es este tipo de preparación
adecuada para garantizar la gobernabilidad democrática? El
nivel de desconfianza de la población en los partidos políticos es prueba de lo
contrario.
La actual crisis de la clase política obliga
entonces afijar nuestra mirada crítica sobre su formación. No debemos dejar que
se continúe fraguando a través de los procesos informales que engendra la
militancia partidista y las contiendas electorales. Al igual que en un
sinnúmero de profesiones, debemos crear requisitos de formación que califiquen
formalmente a los que escojan trillar el camino político, ya sea a tiempo total
o parcial. Debemos exigir credenciales obtenidas mediante un proceso de
aprendizaje formal y una práctica monitorizada. Así como la formación de un
mèdico requiere de una residencia y un execuátur, así la formación de un
dirigente político debe requerir similares valladares calificadores.
Esta conclusión no es estrambótica. Bosch
vislumbró esa necesidad cuando estableció los Círculos de Estudio. Su error,
sin embargo, fue poner en manos del propio partido esa formación. La alternativa
mas efectiva serìa la de que la formación se instituyera formalmente a través
de la ley y que su monitoreo y supervisión estuvieran en manos del Estado, más
propiamente de la JCE o de un organismo de la sociedad civil que tuviera esa
misión exclusiva (p. ej. Participación Ciudadana). Las credenciales que se
deriven de ese proceso de formación serìan indispensables requisitos para optar
por las posiciones electivas y aun por los cargos públicos.
Diseñar este tipo de programa de formación
sería un desafío inédito. A guisa de ejemplo, pueden anticiparse tres
componentes de un programa mínimo de un año de duración: ética política,
formulación de políticas públicas, gestión administrativa y rendición de
cuentas. Usando el internet, la docencia podría ser semipresencial y acomodarse
al tiempo libre de los llamados por vocación al servicio público. Habría
exámenes de admisión para medir esa vocación y requisitos para una educación
continuada. Los “alumnos” tendrían sitios web donde expongan su discurso sobre
su plan de acción respecto a las posiciones buscadas. El monitoreo de todo el
proceso podría estar a cargo de la JCE o del organismo de la sociedad civil.
Obviamente, un grupo de expertos tendría que
diseñar este tipo de programa. Aquí nos limitamos a proponer la idea
convencidos de que la crisis de credibilidad de los políticos –y sus fatídicas
consecuencias– requiere una respuesta que mejore nuestro sistema político.
Bosch se nos adelantó vislumbrando esa necesidad y el AM de Diario Libre ha
servido para alertarnos.
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