Hacia una sociedad diferente
Por Carlos Darío Sousa S.*
Vamos cada vez más
acercándonos a la sociedad del silencio, de la boca callada. Dentro de poco ya
no tendremos doble sentido, ni mucho menos una crítica, eso sí, tampoco
chanzas.
Dentro de muy poco tendremos
tantos grupos, subgrupos, grupúsculos y atomizados, que cualquier observación
puede ser tomada como ofensiva. Qué bueno que eso ocurra, pues así es que las
sociedades avanzan hacia un mundo más homogéneo, aun siendo muy heterogéneo.
Quizás los que deseen uno
de esos mundos para sí, tengan que hacer un esfuerzo extraordinario para
convencer con sus buenas razones a miles –o millones- de gentes que les importa
muy poco lo que se piense, cuando ellos lo que están es cavilando o simplemente
pensando como comer, o como salir de este lío con la escuela –o simplemente la
educación- de sus hijos, el pagaré del electrodoméstico, o simplemente, el mes
de la casa, sea alquiler o hipoteca, o el maldito precio de la gasolina, o del
pasaje, que muchas veces va todo junto con otros cientos de detalles. Claro,
estoy hablando de gente responsable.
Lo más probable es que
quisiéramos hacernos los invisibles, como lo plantea Daniel Innerarity, en “La
Sociedad Invisible”, Espasa, 2004, cuando los seres humanos tenemos que
necesariamente abrir nuevos espacios, y porqué no la mente, para comprender la
sociedad o lo que él llama “la inteligibilidad del mundo actual”.
“Vivimos, dice, en unos
momentos en que pensar la sociedad es una tarea tan difícil como apasionante;
las turbulencias en medio de las cuales tenemos que orientarnos parecen
ponernos ante la exigencia, por decirlo con una expresión de Turgot, de prever
el presente”.
“Es que, ciertamente, la
sociedad, o su estudio, nos devuelven la imagen de un campo “desestructurado” y
no la imagen de un objeto iluminado por el saber, “donde los elementos se
inscriben en un acto coherente”. La sociedad es compleja por el aspecto que nos
ofrece –heterogeneidad, disenso, caos, desorden, diferencia, ambivalencia,
fragmentación, dispersión- por la sensación que produce –intransparencia,
incertidumbre, inseguridad- por lo que puede o no hacerse con ella
–ingobernabilidad, inabarcabilidad-“.
Vargas Llosa, “La
civilización del espectáculo” (Alfagurara, 2012) nos habla de la
“banalización de las artes y la
literatura, el triunfo del periodismo amarillista y la frivolidad de la
política, son síntomas de un mal mayor que aqueja a la sociedad contemporánea”.
“El avance de la tecnología de las comunicaciones, han volatilizado las
fronteras e instalado la aldea global, donde todos somos, por fin, contemporáneos
de la actualidad”.
Quizás por eso “debemos
acostumbrarnos a vivir en un mundo más cercano al caos que al orden, a concebir
el orden como la continuación del caos por otros medios”.
La “cultura de la
simulación” ha debilitado el principio de la realidad. Y la idea de la
manipulación se ha convertido en un concepto descriptivo, pues carece de un
contrario simétrico, como pudiera ser la descripción objetiva de la realidad,
la autenticidad o la sinceridad.
No sirve de nada defender
algo cuando nadie en su sano juicio defendería lo contrario. Así, cuando se
dicen cosas que pueden no ser verdaderas, entonces no se ha tomado parte, sino que se ha tomado el todo, y para eso ya
están los predicadores –dice Javier Cercas en El Impostor, que “hay que desconfiar
de los predicadores de la verdad”, y yo añado, también de los manipuladores- de
diversa procedencia, son los aduladores automáticos.
En el mundo de las ideas
y las opiniones, tan diferente a las Ideas y Creencias de Ortega y Gasset, una
posición es legítima cuando no reduce las posiciones alternativas al absurdo.
Precisamente por eso, una de las primeras enseñanzas de la confrontación
intelectual, es que cuando alguien elige el flanco más vulnerable de los demás,
lo que manifiesta es su propia debilidad. Josep Redorta nos habla en “Entender
el Conflicto”, Paidós, 2007, en los mismos términos.
Innerarity nos presenta
“la era de la disculpas”. Una cosa son las justificaciones y otra las
disculpas. Una justificación constituye un sistema de argumentación a través de
un proceso que se pretende riguroso. De este orden eran los razonamientos, grandiosos
y en ocasiones también peregrinos, de la ideologías del pasado.
Una disculpa es algo más
modesto, un artefacto casero de la estrategia política. El arte de administrar
la disculpa, permite llevar a cabo las operaciones básicas que se exigen en el
escenario: cautivar, distraer, desviar, aparentar, disimular.
La estrategia de la
disculpa pone al alcance de cualquiera una fórmula infalible para conseguir lo
que en otras épocas había de ser el resultado de un trabajo profundo.
El líder actual ya no
necesita leer demasiado ni pensar mucho. Ni siquiera tiene que argumentar ni
resultar convincente, basta con que consiga manejar correctamente los mecanismos
de la tención pública. Es alguien que no tiene ideas para convencer, sino
procedimientos para distraer. Alguien lleno de frases cosméticas, la perpetua
vacuidad del lenguaje político.
Quizás tengamos que
seguir con lo que dice René Loureau en “Los intelectuales y el Poder”: “El
teórico cree hablar de problemas en general, desde el punto de vista de su
conciencia no implicada, cuando, en realidad predica para su propia parroquia”.
A lo mejor sería decente,
por aquello de seguir soñando, buscar como Milton, “El Paraíso Perdido, eso sí,
teniendo en cuenta cómo sus habitantes tratan a la tierra, los animales y las
caobas.
*El autor es catedrático
universitario.-
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