Por Eduardo Jorge Prats
En su gran discurso de proclamación como candidato presidencial
del Partido de la Liberación Dominicana, Danilo Medina habló de “acelerar
nuestra revolución social pacífica y ordenada”, “nuestra revolución tecnológica
moderna y humana; y nuestra revolución ética, moralizadora y libertadora”.
Quien oye hablar de revolución –principalmente en estos tiempos en donde, pese
al surgimiento del terrorismo fundamentalista y la
reactivación de los viejos
conflictos étnicos, es un lugar común rayano en el cliché hablar de “fin de la
historia”, “fin de las ideologías”, y “fin de los discursos emancipatorios o
revolucionarios”-, se sonríe con escepticismo sino burla socarrona.
Precisamente eso es lo que han hecho algunos voceros de la oposición, quienes,
como es normal, no desaprovechan la ocasión para lanzar sus críticas –ácidas o
no- al gobernante.
Y, sin embargo, la revolución –o el
discurso revolucionario- se mueve. Y, por si fuera poco, en el país menos
propenso a los fervores revolucionarios: Estados Unidos. En efecto, la premisa
central de la apuesta presidencial de Bernie Sanders es desatar una “revolución
política que transforme nuestro país económica, política, social y
medioambientalmente”. Uno podrá discutir qué tan viable es el proyecto de
Sanders en unas primarias de un Partido Demócrata cuya maquinaria es
hegemonizada por Hillary Clinton, cuáles son las posibilidades de un presidente
Sanders alcanzando todas las metas de su revolución política, o qué tan
revolucionarias son sus propuestas en un mundo en donde, como bien afirma
Jacques Rancière, “la dominación del capitalismo depende hoy de la existencia
de un Partido Comunista chino que le provee a las empresas capitalistas
deslocalizadas mano de obra barata y que despoja a los trabajadores de sus
derechos de auto organización”. No obstante, lo que es innegable es el “appeal”
de la propuesta revolucionaria de Sanders, que permitió al senador
independiente de Vermont ponerse en Iowa a sólo dos décimas para empatar con
Clinton y posiblemente le lleven al triunfo en New Hampshire.
En el caso del presidente Medina, su
propuesta de una “revolución social” tiene como virtud poner en el centro del
debate y de las políticas públicas nacionales una realidad que nunca ha estado
en el tapete de la arena pública dominicana y solo más recientemente, gracias a
los cambios de paradigmas en la ciencia económica y la nueva agenda de las
organizaciones internacionales, forma parte de estas políticas: la necesidad de
erradicar la pobreza estructural. Sin entrar en la discusión –casi bizantina-
que ocupa a los economistas de cómo calcular la pobreza, de cuántos han dejado
de ser pobres y de quién es clase media, tema que merece una columna aparte, lo
más importante del discurso de Medina es su énfasis en dar “prioridad a los que
más necesitan, sacando a millones de personas de la pobreza, acabando con la
miseria”, su insistencia en la necesidad de que logremos una “disminución de la
pobreza” y la “erradicación de la pobreza extrema”, su compromiso de seguir
“trabajando sin descanso para sacar a cientos de miles de dominicanos más de la
pobreza y la vulnerabilidad”, su abordaje de la información y la tecnología de
la comunicación no como un lujo, sino por el contrario, como “herramientas
esenciales para el progreso y la superación de la pobreza en todos los
niveles”, el considerar a la pobreza y la desigualdad como los dos grandes
enemigos y el de declarar irrenunciables las conquistas sociales que hemos
logrado. Eso es sencillamente atípico en un presidente y en un candidato presidencial
dominicano: de nuevo, Medina, parafraseando su célebre eslogan, ha dicho y
hecho lo que nunca se había dicho ni hecho.
¡Pero no solo eso! Sin renunciar a las
posibilidades y beneficios de programas que, inspirados en el exitoso y
emblemático Bolsa Familia del Brasil de Lula y Roussef, implican transferencias
monetarias directas a los más pobres, lo que ejecuta y lo que propone continuar
y ampliar en un segundo mandato el presidente Medina, está muy alejado del
populismo al que nos tienen acostumbrados cierta nueva izquierda progresista
latinoamericana. En efecto, de lo que nos habla el presidente es de atraer
nuevas inversiones nacionales y extranjeras para generar cientos de miles de
empleos de calidad y dignos para las familias. En ese sentido, la revolución de
la que habla y que lleva a cabo Medina es sobre todo una revolución capitalista
que es, a fin de cuentas, la verdadera revolución pendiente en la República
Dominicana. Y es que a la República Dominicana le hacen falta más capitalistas
propietarios y menos proletarios. Ahora bien, el capitalismo del que se habla
no es solo el de la gran propiedad. Por eso el presidente Medina insiste en que
no nos concentremos solo en la macroeconomía de las grandes inversiones
generadoras de empleos sino también en la micro-economía de la economía
familiar, del microcrédito y del apoyo al pequeño productor. Aquí Medina se
inscribe en la vieja tradición dominicana de liberalismo social iniciada en el
siglo XIX por Pedro Francisco Bonó y Ulises Francisco Espaillat, quienes
siempre defendieron la pequeña propiedad, al hombre del campo y al trabajo de
la tierra como base del progreso.
En fin, y lo que no es menos importante,
Medina apuesta no solo porque los dominicanos erradiquemos la pobreza sino
sobre todo por “apoyar como nunca a nuestra clase media”, “para que siga
ampliándose y sea el motor que nos permita convertirnos en una sociedad
plenamente desarrollada y justa”. Y acierta, de nuevo, aquí el presidente: solo
así podremos diseñar políticas públicas que no sean a la medida de aquellos
grandes capitalistas que no quieren libre competencia ni de los políticos que
quieren mantener siempre empobrecidas a las grandes masas para que así sean una
permanente reserva de voto clientelar.
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